Rosario Valcárcel
…La verdadera vida ocurre cuando estamos solos,
pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadores conscientes de nosotros
mismos… Punto Omega, Don Delillo.
La misma noche de la declaración
del estado de alarma en España por la crisis del coronavirus, los síntomas de
una gripe, que llevaba padeciendo hacía unos días, comenzaron a acelerarse de
tal forma que llegué a pensar que había contraído la terrible enfermedad.
Siento miedo.
El virus invisible y
letal, paraliza las fiestas y la enseñanza presencial, la actividad cultural y
de ocio, los negocios. Se implanta el teletrabajo. Confinada en casa cambio la
rutina. El mundo se enmudece y el tiempo se hace más lento, me acosa con su
vacío, se convierte en espera, y con
esa zozobra me pregunto:
- ¿Qué puedo hacer? ¿Se
avecina el fin del mundo?
Sueño con los ojos
abiertos, mis sentidos se agotan, tengo alucinaciones y veo una playa desnuda y
un mar que arde. Me sube la fiebre, tengo tos y siento dolor de garganta cuando
respiro. Lo peor es que el dolor se repite cada vez que exhalo el aliento. Y
esto, hace que me olvide de sonreír. Pero hago un esfuerzo, no quiero sentirme
nostálgica, ni que el pánico se apodere de mí, por eso relajo la mente con mis
ejercicios de meditación y busco las ventajas ocultas que trae consigo cada
privación.
Sabía por su paso por
China, que la enfermedad del Covid 19, acecha, olisquea, otea, trunca el bienestar
de millones de habitantes. Mata. Sabía que el mundo estaba pasando por un
momento de dolor y muerte, de violencia oculta, del dominio ejercido por los
poderes económicos. Pierdo la capacidad de pensar y por mucho que intento
imaginarme lo que está ocurriendo, mi mente empieza a dar vueltas, lo mezclo
todo y me convenzo:
-Esta vez es de verdad,
me he contagiado.
El miedo me deja una
corriente fría en la nuca, me hace llegar a conclusiones erróneas, como me pasa
ahora mismo. Menos mal que consigo convencerme de que era una alucinación.
Después me viene a la
memoria hechos remotos, episodios de pandemias ocurridas siglos antes de la Edad
Media. Repaso la historia: la peste negra, la emigración y el hambre, el
terrorismo y los fenómenos climáticos, y la gripe de los años 20 que nos dejó cincuenta millones de muertos, el
sida o el ébola, la tuberculosis, la malaria, la gripe A.
Siento miedo.
No sé cuánto tiempo llevo
sintiendo este miedo. La muerte deambula por mi alma, entra en mi casa a través
de la televisión o por los wasaps o las redes sociales. Veo escenas de guerra,
escalofriantes: Los rostros de la gente, los gestos, las miradas, los objetos
que hablan con un lenguaje propio. Y en esa lucha, el sentido heroico de la vida
nos presta un aliento que no es de este mundo.
Y reparo en que el
ejército, con agilidad, convierte polideportivos desnudos en ambulatorios de
campaña y Palacios de Hielo en una gran morgue. Y ante ese espectáculo de horror y desesperación, evoco el drama
humano de las residencias de ancianos, de hospitales en que se amontonan cuerpos
contra cuerpos: cadáveres.
Distingo como los
enfermos retroceden las miradas, se les desata los lazos de la vida, agonizan
en sus lechos y balbucean, mientras apuran su existencia en una agonía larga. Siento piedad y frustración. No veo el final del túnel. Y un pensamiento,
una lectura va dando paso a otra, y me tropiezo con las palabras del politólogo
estadounidense Chomsky quien afirma entre otras cosas que:
… la pandemia del coronavirus pudo
evitarse, pues había señales de que la próxima pandemia vendría a través del
coronavirus en una versión modificada del SARS, pero pese a que las
señales estaban allí nadie hizo nada significativo.
Todo es confuso, y en un
hospital belga, Suzanne Hoylaerts, tiende un brazo y le coge la mano a una
sanitaria y con ese sentimiento de dignidad que poseen algunos humanos,
manifiesta con ternura:
-Yo he tenido una buena vida,
guarde el respirador para los pacientes más jóvenes.
La enfermera se estremece. Era difícil aceptar la decisión, pero le gana
y se queda con ese rasgo de solidaridad, se queda con esa belleza melancólica,
con esa fatalidad de saber que miles y miles de personas lo necesitan.
Lamentablemente, Suzanne murió dos días después por la falta de oxígeno.
Y en la lucha por sobrevivir, la muerte adquiere un carácter cotidiano. Las
sanitarias cansadas, muy cansadas continúan trabajando, redoblando sus
fuerzas, sus gestos. Miran con vértigo como el sol se hunde en el mar, pero son
capaces de elevarse y transitar por
encima de las aguas, de morir para luego resucitar y elevar sus voces en cantos
y aplausos.
Al llegar el sueño definitivo, los enfermos parten silenciosos, solos o
con suerte acompañados por los ojos de algún ángel que pronuncia las sílabas de
sus nombres. Y es en ese momento cuando los familiares y amigos asumen con
tristeza que no pueden dar ese apretón de manos, ni el último beso, ni celebrar
el funeral ni el entierro. Conscientes
de los riesgos de contagio, recogen las cenizas del crematorio sin los
acostumbrados abrazos y las lágrimas de despedida, sin las famosas últimas palabras y sin ningún apoyo moral.
Y, a pesar de que algunas naciones se unen en un vínculo común, que la
vida jamás había sido tan valorada, que los seres humanos estamos más unidos
que nunca, y que a veces, en casa Rubén y yo nos abrazábamos y yo cierro los
ojos de felicidad. La alegría de vivir se mezcla con la angustia y me pregunto:
- ¿Cómo se puede preparar uno para
la muerte de casi cien mil personas en el mundo por un coronavirus?
Siento miedo.
Me esfuerzo por encontrar las ventajas ocultas que traen consigo la
privación, la clausura, el silencio, y comprendo que mi presencia está determinada
por múltiples eventualidades, que vivo en un lugar semejante a un sueño, en un mundo
de fantasías, entonces en silencio me repito: No puedes seguir así, comportándote
como si tuvieras un número infinito de vidas, como si fueras inmortal.
Y, aunque en el fondo estoy convencida de que esto acabará, me sorprende
lo poco que echo de menos las cosas que hacía antes, aquellas de las que no
podía prescindir y de las que espero disfrutar en el futuro. Poco a poco el miedo se va desvaneciendo y me
empiezo a sentir más segura, quizás por el convencimiento de creer que estoy a
salvo y salvando vidas, y esa es la recompensa por quedarme en casa.
Pienso en el sol, en la playa de Las Canteras, en la isla de La Palma y
en mis amigos a las que tanto les echo de menos, renuevo conversaciones, compongo
un poema y gracias al cine recorro calles y rincones del mundo. Leo a Boccacio y
recuerdo ‘Los
cuentos de la peste’: homenaje de Vargas Llosa al ‘Decamerón’ ‘, un libro que
el propio escritor lo lleva a las tablas con él como actor en el Teatro Español
de Madrid.
Y desempolvo las antiguas recetas de mi madre y cocino con tanto amor que
Rubén y yo nos chupamos los dedos. Disfruto con el aleteo de los mirlos que se
acercan al jardincillo que estoy podando, y pensaba pintar la terraza de color
verde monte, pero eso aún está pendiente.
Y así, día a día, he podido disipar el miedo y el desaliento, el viento y
la oscuridad, el dolor, el enorme dolor que apenas me ha rozado y que ahora
creo conocer.
Foto calle de Triana, obra de la pintora Isabel Echevarría
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