Javier Lima Estévez
Durante el mes de octubre de 1810, el núcleo de Santa Cruz
experimenta un brote de fiebre amarilla. La noticia y el miedo se expanden con
rapidez por la isla. Con el fin de intentar evitar su propagación se toman una
serie de medidas, siendo ejemplo de ello la formación de una Junta de Sanidad
en la Villa de La Orotava para colaborar con el Puerto de la Cruz; lugar este
último donde se realizaron nueve días de rogativas al Poder de Dios. La acción y
colaboración de los vecinos no se hizo esperar.
El Teniente General de la Real
Armada, Domingo de Nava, se ofrece junto al personal de su servicio con el fin
de hacer guardia en los diferentes puestos establecidos a las entradas del pueblo.
La Junta de Sanidad acuerda en ese contexto construir un lazareto provisional
en Punta Brava. Una decisión no acertada por todos al manifestar los vecinos
del Realejo su opinión contraria a ello, materializando ese malestar con su destrozo.
Sin embargo, a pesar de todos esos cuidados y atenciones, la fiebre amarilla
llega al Puerto de la Cruz el 28 de noviembre. Se manifiesta por primera vez en
la Casa de la Aduana. Con gran tristeza, al día siguiente se estrenó el cementerio
del lugar tras el fallecimiento del subteniente Antonio Fuentes, hijo del
almojarife y, pocos días después, sufre mismo destino su hermano menor.
Se extiende el rumor de que a la Casa de la Aduana la fiebre
amarilla pudo llegar tras la introducción de ciertas blondas, abanicos y alguna otra bagatela que remitieron de
Santa Cruz, privadamente, a las hijas del Almojarife sus parientes, sin que él
ni nadie lo entendiese, pues estaba rigurosamente prohibido el roce con dicho
pueblo. Tras esta circunstancia, se nombra un nuevo Almojarife.
La enfermedad avanza de forma lenta. Con la llegada del año
1811, se decide abrir la comunicación con Santa Cruz, derivando esa decisión y
la llegada del calor en un aumento en el número de casos. En el Puerto de la
Cruz, un soldado de guarnición enferma tras ello.
Nuevos cordones sanitarios marcan la realidad del mes de
septiembre. Ya durante el mes de octubre, Gregorio Jordán, natural del lugar y,
tras desplazarse a Santa Cruz, cae enfermo. Tras ello, se tomó parecer de los médicos, y consta que no conocieron el mal y,
además, se decide pedir responsabilidad ante la presidencia de la Junta de
Sanidad. En ambos casos, la respuesta es tan incierta que la enfermedad llega a
afectar al propio alcalde y al escribano, tras acudir estos al otorgamiento del
testamento y la recogida de llaves.
Ambos fueron mejorando. Sin embargo, fallecen
las personas que actuaron como testigos.
La extensión y delimitación del cordón sanitario en el
núcleo portuense era una prioridad. Todo ello con un límite marcado por una línea irregular tirada desde el Jardín
Botánico hasta las Dehesas hacia el poniente junto a la Punta Brava. Tras
la declaración, el Gobernador Militar José de Medranda se retira al Sitio Litre
junto a su familia.
La actuación de los pocos médicos existentes ante la lucha
contra la epidemia resulta impagable. Entre los fallecidos se localizan nombres
como Juan Emeric, Diego Amstrong y, solamente logra salvarse de ello Julián
Delgado que, tras contraer la enfermedad y superarla, recae sobre su persona la
mayor responsabilidad.
La epidemia alcanza sus efectos más negativos con los más
humildes. Tras la realización del padrón, se observa que padecieron la
enfermedad 2.642 personas. Sin embargo, 535 personas estuvieron exentas de
ello. ¿Por qué? Principalmente, porque unos la habían superado en América y
otros, sencillamente, porque evitaron contagiarse alejándose del lugar o por
otras circunstancias asociadas a sus propias características.
La mayor parte de las personas con posibilidades económicas
y disponibilidad para ausentarse lo hicieron, contribuyendo tal circunstancia a
una menor mortalidad. Por ello, se aconsejaba como medida preventiva
desplazarse a lugares más elevadas, donde el termómetro de Fahrenheit no
llegara a subir de 65 a 70 grados.
De todo ello da cuenta José Agustín Álvarez Rixo (1796-1883)
en su obra Anales del Puerto de la Cruz
de La Orotava. 1701-1872, con un interesante estudio a cargo de María
Teresa Noreña Salto y la colaboración indispensable de Emma Calero Ruiz e Hilda
Hernández Molina. Apuntes de un problema que, dos siglos atrás, nos recuerda y
sitúa ante la importancia de actuar juntos para resolver un problema que afecta
a todos.
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