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sábado, 2 de mayo de 2020

LA FIEBRE AMARILLA EN EL PUERTO DE LA CRUZ EN LOS INICIOS DEL SIGLO XIX


Javier Lima Estévez

Durante el mes de octubre de 1810, el núcleo de Santa Cruz experimenta un brote de fiebre amarilla. La noticia y el miedo se expanden con rapidez por la isla. Con el fin de intentar evitar su propagación se toman una serie de medidas, siendo ejemplo de ello la formación de una Junta de Sanidad en la Villa de La Orotava para colaborar con el Puerto de la Cruz; lugar este último donde se realizaron nueve días de rogativas al Poder de Dios. La acción y colaboración de los vecinos no se hizo esperar. 

El Teniente General de la Real Armada, Domingo de Nava, se ofrece junto al personal de su servicio con el fin de hacer guardia en los diferentes puestos establecidos a las entradas del pueblo. La Junta de Sanidad acuerda en ese contexto construir un lazareto provisional en Punta Brava. Una decisión no acertada por todos al manifestar los vecinos del Realejo su opinión contraria a ello, materializando ese malestar con su destrozo. Sin embargo, a pesar de todos esos cuidados y atenciones, la fiebre amarilla llega al Puerto de la Cruz el 28 de noviembre. Se manifiesta por primera vez en la Casa de la Aduana. Con gran tristeza, al día siguiente se estrenó el cementerio del lugar tras el fallecimiento del subteniente Antonio Fuentes, hijo del almojarife y, pocos días después, sufre mismo destino su hermano menor.

Se extiende el rumor de que a la Casa de la Aduana la fiebre amarilla pudo llegar tras la introducción de ciertas blondas, abanicos y alguna otra bagatela que remitieron de Santa Cruz, privadamente, a las hijas del Almojarife sus parientes, sin que él ni nadie lo entendiese, pues estaba rigurosamente prohibido el roce con dicho pueblo. Tras esta circunstancia, se nombra un nuevo Almojarife.

La enfermedad avanza de forma lenta. Con la llegada del año 1811, se decide abrir la comunicación con Santa Cruz, derivando esa decisión y la llegada del calor en un aumento en el número de casos. En el Puerto de la Cruz, un soldado de guarnición enferma tras ello.  

Nuevos cordones sanitarios marcan la realidad del mes de septiembre. Ya durante el mes de octubre, Gregorio Jordán, natural del lugar y, tras desplazarse a Santa Cruz, cae enfermo. Tras ello, se tomó parecer de los médicos, y consta que no conocieron el mal y, además, se decide pedir responsabilidad ante la presidencia de la Junta de Sanidad. En ambos casos, la respuesta es tan incierta que la enfermedad llega a afectar al propio alcalde y al escribano, tras acudir estos al otorgamiento del testamento y la recogida de llaves. 

Ambos fueron mejorando. Sin embargo, fallecen las personas que actuaron como testigos.

La extensión y delimitación del cordón sanitario en el núcleo portuense era una prioridad. Todo ello con un límite marcado por una línea irregular tirada desde el Jardín Botánico hasta las Dehesas hacia el poniente junto a la Punta Brava. Tras la declaración, el Gobernador Militar José de Medranda se retira al Sitio Litre junto a su familia.

La actuación de los pocos médicos existentes ante la lucha contra la epidemia resulta impagable. Entre los fallecidos se localizan nombres como Juan Emeric, Diego Amstrong y, solamente logra salvarse de ello Julián Delgado que, tras contraer la enfermedad y superarla, recae sobre su persona la mayor responsabilidad.

La epidemia alcanza sus efectos más negativos con los más humildes. Tras la realización del padrón, se observa que padecieron la enfermedad 2.642 personas. Sin embargo, 535 personas estuvieron exentas de ello. ¿Por qué? Principalmente, porque unos la habían superado en América y otros, sencillamente, porque evitaron contagiarse alejándose del lugar o por otras circunstancias asociadas a sus propias características.

La mayor parte de las personas con posibilidades económicas y disponibilidad para ausentarse lo hicieron, contribuyendo tal circunstancia a una menor mortalidad. Por ello, se aconsejaba como medida preventiva desplazarse a lugares más elevadas, donde el termómetro de Fahrenheit no llegara a subir de 65 a 70 grados.  

De todo ello da cuenta José Agustín Álvarez Rixo (1796-1883) en su obra Anales del Puerto de la Cruz de La Orotava. 1701-1872, con un interesante estudio a cargo de María Teresa Noreña Salto y la colaboración indispensable de Emma Calero Ruiz e Hilda Hernández Molina. Apuntes de un problema que, dos siglos atrás, nos recuerda y sitúa ante la importancia de actuar juntos para resolver un problema que afecta a todos.

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