José Sebastián Silvente
Está lloviendo ahora. Esta noche inacabable, de cielo
atormentado y destellos de infausta fantasía, acompaña mis recuerdos, que se
resisten a abandonar mi mente, enajenada por su ausencia. La luna deja sólo una
estela apagada en este mar, donde sólo reman mis suspiros, y mis ojos sólo
encuentran frente a frente su imagen más allá del horizonte. Las embestidas del
viento contra el acantilado repiten su nombre, como cuchillos que abren una y
otra vez las heridas anidadas en los confines de mi alma. Ella… de belleza
eterna, a quien Juno, Minerva y Venus envidiaban, aparece a cada instante como
una diosa inasequible que atormenta mi alma sin piedad, mientras muero de
nostalgia; esta nostalgia que jamás entorpeció el paso de los años, prisionera
de su piel y su sonrisa, y que ese pálido silencio suyo, hiriente como un
conjuro, la marchita lentamente como se marchita un lirio. Su mar era mi mar,
en el que se bañaban nuestros amores desnudos, impúdicos… primitivos, bajo
aquellos atardeceres puros, donde se mecían nuestros cuerpos en una danza
extática; donde mi brazo ceñía su cintura mientras ella posaba su cabeza sobre
mi hombro y así, dejábamos salir nuestros sueños sobre aquél inmenso espejo azul
en el que se miraba el sol; en el que como dos gaviotas en vuelo libre de
miedos y temores volábamos hacia el nido que habíamos construido más allá del
universo. Está lloviendo ahora. Esta noche inclemente de rumbo errático a donde
quiera que ella esté, acompaña mis plegarias en este mar al que, huérfano de su
presencia, mi vida entrego con el final que siempre deseé tener en mi callado
pacto con la muerte: Que tuviera la indulgencia de no venir en busca de mi
cuerpo antes de que yo hubiera muerto… sólo por su amor.
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