Juan Calero Rodríguez
Decir
isla, es decir tregua. Para todos los que vivimos en islas, el mar es el brazo
del amigo que nos estrecha, nos protege y nos da de comer. Es obligatoriamente
el horizonte de nuestro radiante paisaje que nos embelesa y tanto
necesitamos para curtir la piel.
Canarias,
en su papel protagónico de Sílfides, en ese inmenso colectivo de cinco
afortunados archipiélagos atlánticos, que le han dado a llamar Macaronesia; como centinelas dispuestas cada
tarde a despedir el sol, cuidando el sueño del gigante africano, bebe del mar y
de la luz de la luna.
Parece un ojo bizco, la luna, y que se
alegra
De las perplejidades de mi estupor
herético.
Los
grandes temas mas versados a lo largo de la humanidad: la vida, el amor, la
muerte y la soledad; admiten al mar a formar parte de su élite.
El mar es una inmensa lágrima abandonada,
Y el mundo una pupila ciega, desorbitada,
Siniestramente vuelta hacia el azul
hermético.
¿Qué
poeta canario no le ha cantado al mar? El tema del mar ha sido recurrentemente
tratado en la moderna poesía canaria. Ese mar que por cualquier ventana
abierta, entra y se acomoda a nuestra mesa. Entre sus máximos exponentes de la
poesía canaria, caben destacar, Tomás Morales, Domingo Rivero, Pedro García
Cabrera, Manuel Padorno, Alonso Quesada, Saulo Torón y sobre todo Francisco
Izquierdo.
Francisco
Izquierdo nació en La Laguna, en 1886. Poeta, periodista y narrador. Ha sido distinguido
por la crítica como el mejor cantor del puerto y del mar de Santa Cruz de
Tenerife, a la que llamó ‘sonrisa del
Atlántico en la noche estrellada’.
Santa Cruz, la pequeña concha del mar,
perlada
de un resplandor polvoso, crepuscular e
incierto;
Tras
la fría acogida en las islas de su primer poemario, `Alta plática’, no así
fuera de ellas; quizás por su tema no visto en la lírica canaria de entonces,
con un profundo sentimiento religioso y fervor patriótico hacia Castilla y
también por las escasa incidencia regionalista de la época, que exaltaban las
leyendas, mitos aborígenes y héroes guanches; abandona la poesía y entra en el
Seminario, aunque por poco tiempo. Unos meses después, llega a Cuba, en 1916.
En
La Habana se reencuentra con la poesía en Medallas, gracias a sus amigos poetas cubanos Rubén Martínez
Villena y Enrique Serpa, a quienes dedica el libro. Este libro recibió una
cálida acogida por la prensa y la crítica cubanas. Al crítico Jorge Mañach le
pareció ‘uno de los aportes más serios
que se hayan hecho a las letras en Cuba’, pese a no ser cubano su autor, ‘ni cubana su inspiración’.
Medallas, está compuesto por cincuenta sonetos de
corte autobiográfico, desde la nostalgia de la distancia física y temporal, con
frases nada grandilocuente. Ha sido calificado como uno de los libros más
representativos del modernismo intimista canario, con una mirada poética que no
es ni nostálgica ni simbolista. Una de las cuatro partes en que está dividido
el libro, lo forman catorce poemas, que son una contemplación del mar desde el
puerto, como homenaje a la Santa Cruz de Tenerife de su adolescencia, lleno de
pescadores, prácticos, marinos, barcos…
Un vapor la bahía atraviesa. La plata
de su estela salpica polvos de caminata
Se lleva entre sus hélices mi corazón
girando.
En
la capital cubana, comienza a trabajar en el Diario
de la Marina y obtiene, en 1926, el segundo premio de cuentos
auspiciado por el propio periódico.
Al
instaurarse la II República regresó a Tenerife donde vivió hasta 1937, año
en que regresa a Cuba, posiblemente huyendo de la Guerra Civil Española,
permaneciendo hasta su muerte acaecida en La Habana en 1971.
Su
obra poética se resume principalmente en Alta Plática (1915) Tipografía y Librería Católica, Tenerife;
y Medallas (1925) Editorial
Hermes, La Habana. Póstumamente se publicó en 1990 Medallas y otros poemas, en la Colección de la Biblioteca Básica
Canaria de la Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias.
Dejó varios poemarios inéditos, los cuales se pueden mencionar Poemas de la añoranza, Estampas antiguas (1969) y un libro
autobiográfico titulado Avenida
Lunática.
SANTA CRUZ, CONCHA DEL MAR
Santa
Cruz, la pequeña concha del mar, perlada
de
un resplandor polvoso, crepuscular e incierto;
con
sus Company Limited, con su espigón desierto,
sonrisa
del Atlántico en la noche estrellada.
En
el romanticismo pueril de la balada
que
recita la espuma, la farola del Puerto
es
como un ojo fijo, morbosamente abierto
sobre
el azul enigma de la enorme llanada.
En
los prismas del muelle, un pescador greñudo
nos
contaba —con voz gruesa, negro el cuello y desnudo—
cosas
estrafalarias de guerra y de traición.
Y
los brazos alzando, como la sangre rojos,
al
avivar el fuego de su hoguera, en los ojos
las
chispas rebotaban como una maldición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario