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sábado, 26 de septiembre de 2015

MEDALLAS PARA UN POETA DEL MAR


Juan Calero Rodríguez
Decir isla, es decir tregua. Para todos los que vivimos en islas, el mar es el brazo del amigo que nos estrecha, nos protege y nos da de comer. Es obligatoriamente el  horizonte de nuestro radiante paisaje que nos embelesa y tanto necesitamos para curtir la piel.
Canarias, en su papel protagónico de Sílfides, en ese inmenso colectivo de cinco afortunados archipiélagos atlánticos, que le han dado a llamar Macaronesia; como centinelas dispuestas cada tarde a despedir el sol, cuidando el sueño del gigante africano, bebe del mar y de la luz de la luna.
Parece un ojo bizco, la luna, y que se alegra
De las perplejidades de mi estupor herético.
Los grandes temas mas versados a lo largo de la humanidad: la vida, el amor, la muerte y la soledad; admiten al mar a formar parte de su élite.
El mar es una inmensa lágrima abandonada,
Y el mundo una pupila ciega, desorbitada,
Siniestramente vuelta hacia el azul hermético.
¿Qué poeta canario no le ha cantado al mar? El tema del mar ha sido recurrentemente tratado en la moderna poesía canaria. Ese mar que por cualquier ventana abierta, entra y se acomoda a nuestra mesa. Entre sus máximos exponentes de la poesía canaria, caben destacar, Tomás Morales, Domingo Rivero, Pedro García Cabrera, Manuel Padorno, Alonso Quesada, Saulo Torón y sobre todo Francisco Izquierdo.
Francisco Izquierdo nació en La Laguna, en 1886. Poeta, periodista y narrador. Ha sido distinguido por la crítica como el mejor cantor del puerto y del mar de Santa Cruz de Tenerife, a la que llamó ‘sonrisa del Atlántico en la noche estrellada’.
Santa Cruz, la pequeña concha del mar, perlada
de un resplandor polvoso, crepuscular e incierto;
Tras la fría acogida en las islas de su primer poemario, `Alta plática’, no así fuera de ellas; quizás por su tema no visto en la lírica canaria de entonces, con un profundo sentimiento religioso y fervor patriótico hacia Castilla y también por las escasa incidencia regionalista de la época, que exaltaban las leyendas, mitos aborígenes y héroes guanches; abandona la poesía y entra en el Seminario, aunque por poco tiempo. Unos meses después, llega a Cuba, en 1916.
En La Habana se reencuentra con la poesía en Medallas, gracias a sus amigos poetas cubanos Rubén Martínez Villena y Enrique Serpa, a quienes dedica el libro. Este libro recibió una cálida acogida por la prensa y la crítica cubanas. Al crítico Jorge Mañach le pareció ‘uno de los aportes más serios que se hayan hecho a las letras en Cuba’, pese a no ser cubano su autor, ‘ni cubana su inspiración’.
Medallas, está compuesto por cincuenta sonetos de corte autobiográfico, desde la nostalgia de la distancia física y temporal, con frases nada grandilocuente. Ha sido calificado como uno de los libros más representativos del modernismo intimista canario, con una mirada poética que no es ni nostálgica ni simbolista. Una de las cuatro partes en que está dividido el libro, lo forman catorce poemas, que son una contemplación del mar desde el puerto, como homenaje a la Santa Cruz de Tenerife de su adolescencia, lleno de pescadores, prácticos, marinos, barcos…
Un vapor la bahía atraviesa. La plata
de su estela salpica polvos de caminata
Se lleva entre sus hélices mi corazón girando.
En la capital cubana, comienza a trabajar en el Diario de la Marina y obtiene, en 1926, el segundo premio de cuentos auspiciado por el propio periódico.
Al instaurarse la II República regresó a Tenerife donde vivió hasta 1937,  año en que regresa a Cuba, posiblemente huyendo de la Guerra Civil Española, permaneciendo hasta su muerte acaecida en La Habana en 1971.
Su obra poética se resume principalmente en Alta Plática (1915) Tipografía y Librería Católica, Tenerife; y Medallas (1925) Editorial Hermes, La Habana. Póstumamente se publicó en 1990 Medallas y otros poemas, en la Colección de la Biblioteca Básica Canaria de la Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias. Dejó varios poemarios inéditos, los cuales se pueden mencionar Poemas de la añoranzaEstampas antiguas (1969) y un libro autobiográfico titulado Avenida Lunática.
SANTA CRUZ, CONCHA DEL MAR
Santa Cruz, la pequeña concha del mar, perlada
de un resplandor polvoso, crepuscular e incierto;
con sus Company Limited, con su espigón desierto,
sonrisa del Atlántico en la noche estrellada.
En el romanticismo pueril de la balada
que recita la espuma, la farola del Puerto
es como un ojo fijo, morbosamente abierto
sobre el azul enigma de la enorme llanada.
En los prismas del muelle, un pescador greñudo
nos contaba —con voz gruesa, negro el cuello y desnudo—
cosas estrafalarias de guerra y de traición.
Y los brazos alzando, como la sangre rojos,
al avivar el fuego de su hoguera, en los ojos

las chispas rebotaban como una maldición.

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