Carmen Felipe Martel
Estación a
ninguna parte. Sentada junto al amplio ventanal tras el cual, solo se ve una
palmera, veo pasar a la gente.
Cada uno
con su historia van pasando ante mí un anciano con una bolsa en la mano, varios
jóvenes de mochila, dos niños empujando indolentemente una pelota; una pareja
de empleados de la estación se para a mirarme con cierta descarada insistencia
mientras el hombre saca un puro empezado que se lleva a la boca; luego
continúan su camino. Una mujer con un niño en un carrito avanza tras una joven
que parece usar compulsivamente el teclado de su teléfono móvil.
Nadie ríe,
nadie corre, no se oyen voces; cada cual, arrastra su vida con un terrible
esfuerzo. Siento ganas de levantarme, empujarles, gritarles que están vivos,
que ahí fuera luce el sol, que el mar bate alegremente, que miles de pájaros
cantan en las ramas y hay flores por doquier.
Pero ellos
siguen allí, arrastran su apatía y pasan a mi lado una y otra vez, siempre
igual.
¿Por qué
vienen a la estación si no van a ninguna parte? ¿Por qué viven esa absurda
monotonía triste y silenciosa?
Aterrada,
cierro con fuerza los ojos, y mi espíritu viajero se eleva y se aleja volando
hacia el sol.
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