José Sebastián Silvestre
Dando algún traspié, pero sin llegar a lo
grotesco, deambulaba en medio de la noche; una noche fría de viernes del mes de
diciembre. Había llovido durante el día y las mortecinas farolas de neón
reflejadas en el húmedo asfalto, apenas dejaban ver el camino de vuelta a mi
casa, o tal vez pudiera ser la visión borrosa de mis ojos, provocada por la
ingesta de unas cuantas copas de Jack Daniel’s, que
era desde hacía algún tiempo (el mismo en el que mi última relación sentimental
se fue al garete), mi acompañante habitual en mi viaje… hacia no sé
dónde.
Ya no quedaba ningún cliente en el bar. Así que,
luego de echar la enésima parrafada con el camarero que servía en la barra y
que, armado de paciencia ilimitada entre bostezo y bostezo, escuchaba
(esperando, quizás, su propina) mi incoherente balbuceo, decidí abandonar el
local y regresar a mi apartamento. Era esa una decisión a la fuerza porque, la
verdad sea dicha, no me producía ningún morbo encontrarme con mi nueva
“compañera sentimental”: la televisión. También porque antes y después de ella,
reinaba irremediablemente el silencio y una sensación de soledad que para sí la
quisieran los residentes perpetuos del camposanto. La madrugada ya estaba algo
avanzada y la temperatura obligaba a resguardarse.
Fuera de allí la gente se afanaba en vivir la
fiesta, yendo y viniendo de un lado para otro y con el vocerío y la parranda
propios de esas horas. Las calles reivindicaban la “magia” de la noche del fin
de semana, empeñándose en consumir el tiempo hasta el amanecer, ataviados para
la ocasión con la carátula de alcohol y de bullicio, como la que yo llevaba
puesta. Pero… a diferencia de la suya, la mía no era para la ocasión ni para la
diversión y la farra; no. La mía era permanente, para vomitar mis desengaños y
mi hostilidad hacia la vida, que “tan mal me trataba” y que me había traído al
aspecto caricaturesco que ahora tenía: algo así como un bufón de la farándula,
pero muy lejos ya de divertir a nadie. Tanto así, que hasta el perro que casi
siempre se acomodaba en el portal de mi edificio para dormitar, ya no movía la
cola ni sacaba la lengua al verme aparecer, sino que movía la cabeza mirando
para otro sitio o me ladraba, sacando los dientes, con una actitud que era
facilísimo adivinar.
Ocurrió que después de meter la llave, no sin
alguna dificultad, en la cerradura y conseguir entrar por fin, me volví a
encontrar con eso… con el silencio; ese silencio mudo y sordo que me devolvía a
la realidad de todos los días y que la estancia, de poco más o menos sesenta
metros cuadrados, rezumaba por todos sus contornos. Era fría como un carámbano,
algo a lo que ya estaba habituado, pero pareció que esa noche había decidido
potenciarse, tal vez para mortificarme. El mobiliario era escaso y descansaba
en el mismo lugar de siempre, inerte como siempre, al igual que los restos de
la vajilla y las latas de cerveza sin recoger, que se habían ganado, por tanto,
el derecho preferente a permanecer en el sitio que ocupaban, debido a su
antigüedad. Mi despoblado dormitorio habría semejado la cueva de un ermitaño,
de no ser porque alguna que otra bocanada de aire y un poco de luz que se
colaban por la ventana, hacían que la atmósfera fuera medianamente respirable y
dejaban ver directamente algunos enseres: una mesa y una silla “multiusos” que
igual servían para un roto que para un descosido, una cama con cabezal de forja
coronado por una copia en papel satinado, de un desnudo de Modigliani y
finalmente dos mesillas de noche, de madera de teca. Éstas portaban un pequeño
reloj despertador y un cenicero de cristal que aún contenía los restos de
muchos ratos de “abstracción”, los cuales nunca me llevaban a ningún sitio
concreto, pero he de reconocer que me daban un cierto porte grave, como de
filósofo presocrático, que dignificaban mi fisonomía. También había un libro:
“El guardián entre el centeno”, de Salinger, que hojeaba en algunos momentos de
clarividencia, antes de que el sueño me viniera a buscar. Algo más confería una
sensación de “humanidad” a todo el conjunto: algún que otro calzoncillo, alguna
que otra camisa y algunos que otros calcetines, ya sudados, que se habían
acomodado de forma anárquica, tanto en una silla como en el suelo o en la
encimera de la cocina y tal vez hablaban en su idioma de cómo les iba la vida y
todo eso, como hacemos los humanos. Luego encendí un cigarrillo y, al cabo de
cinco o seis caladas, lo apagué en el sufrido cenicero. Me despojé de la ropa y
me dispuse a ir al baño. “Quizás,” pensaba, “vaciando la vejiga, algunas
arcadas y un buen chorro de agua en la cara aliviarán mi aturdimiento”.
Camino del retrete, mi vista se encontró cara a
cara con él; con el espejo, ese viejo conocido, colgado de la pared, que
parecía esperarme nítido, abierto de par en par, y dispuesto a enfrentarme a
mis miedos , a mis verdades y mentiras ignoradas, no queridas y enterradas
conscientemente en el fondo de mi memoria. Ese espejo malévolo decidió
esperarme pacientemente esa noche hasta la madrugada, con la misma paciencia
perversa y lúcida de un oráculo, para decirme: “¡Mírate, mamarracho; obsérvate,
y cuando lo hagas será mejor que te alejes de aquí y no vuelvas más!” Eso me
produjo un gran sobresalto, porque era la primera vez que oía hablar a un
espejo. Pero, pensando que pudiera ser producto de mi imaginación, decidí, con
una curiosidad inevitable, hacer lo que me pedía: fijé mi vista y, al momento…
vi a alguien frente a mí, que con un semblante lívido y demacrado, parecía
pedir a gritos que lo sacaran de ahí. Como es natural, ese sobresalto se
convirtió en un triple salto mortal, y tal vez habría salido del baño como alma
que lleva el diablo, de no haber sido por las ganas inaguantables que tenía de
evacuar la vejiga y porque seguía pensando en lo del “producto de mi mente”.
Después de dar cumplimiento a mi necesidad
fisiológica, volví a mirar entre curioso e inquisitivo al insolente espejo. El
tipo que se reflejaba permanecía allí impasible, como retándome. Al poco, sin
saber muy bien por qué, un afásico discurso se entabló entonces entre los dos.
También era nuevo para mí asistir a un monólogo a dúo. En el transcurso, yo
intentaba excusar y disimular mi estupor, pensando esta vez que todo era
producto de la bebida, y que al poco pasaría y me devolvería a mi estado de
siempre: un estado de semi inconsciencia e irreflexivo que tenía bien
aprendido, en el que vivía cómodamente, protegiéndome de todos mis traumas y
frustraciones.
Pero en tanto que se desarrollaba el monólogo
bipartito, yo me implicaba más en la conversación y además sentía que era a él,
a ese reflejo de mí mismo, al único que no podía engañar ni le podía hurtar
nada, porque no colaba ningún mecanismo de defensa que elaboraba, en disculpa
de mi irresponsabilidad y porque… tenía la impresión de que me conocía más que
yo mismo. Así que volvió a decirme: “¡Nada hay que te amenace ni nadie que
quiera hacerte daño. ¿Dónde tienes las pruebas? La vida es la vida y no una
maltratadora, además le importas un carajo, todo es producto de tu imaginación
y sólo cuenta lo que tú hagas. Por tanto, si no haces nada por protegerte de ti
mismo, mejor vete y no vuelvas más!”
Y, ahí estaba yo, concentrado, observando a ese
tipo que reflejaba el espejo, y… la verdad, mirándolo detenidamente, no había
mucho que salvar en su mirada; una mirada necia de ojos hundidos, que acusaban
la escasa lozanía que todavía sus casi cincuenta años y los excesos habían
querido indultar y que, como una amante desmoralizada, le reprochaban sus
descuidos y el lento deterioro que se infligía a sí mismo, huyendo de sí mismo.
Apenas un soplo de claridad vino a mi consciencia.
A medida que iba pasando el tiempo, me daba más cuenta de que la dejadez y la
apatía estaban apoderándose de mi vida; de que los dioses que forjaron los años
jóvenes de triunfos, amantes y espejismos se me habían ido entre los dedos de
mis manos, como un puñado de arena; de que las primaveras de sueños y quimeras
habían dejado paso a un otoño gris y prematuro; de que todo se estaba
desvaneciendo a mi alrededor, quizás para siempre, y la falta de decisión para
tomar las riendas de mi vida era la que estaba ganando la partida.
Fijé más mis ojos en el sujeto que seguía mirándome
con una mueca estúpida; con un cuerpo enjuto, como el de los hacinados en los
campos de concentración con pasaporte al crematorio, y… por un momento, desvié
la mirada instintivamente hacia cualquier otro lugar que me librara de aquél,
pero inmediatamente volví a clavarlos en ese menesteroso, con un afán que no
podía controlar.
Volvimos a reanudar ese monólogo a dos. Mi oponente
me hablaba y me contaba lo intensa y prolífica que había sido su vida cuando
los problemas no existían o no se los veía, porque no se tenía conciencia de
ellos a edades tempranas. Me hablaba de los pocos momentos de gloria que un día
lo llevaron a fantasear con que era merecedor de un sitio de preferencia en el
Olimpo de los pequeños dioses provincianos; de los amores efímeros que iban y
venían como moscas a un pastel de miel, o como trenes hacia estaciones soñadas,
creadas por su imaginación; de la lucha y la perseverancia en no dejarse vencer
por las adversidades y sinsabores que esa vida, a la que ahora culpaba de todo,
le había ido poniendo por delante. También me hablaba de los desengaños
sufridos, de los proyectos inconclusos, de los anhelos insatisfechos, de los
sentimientos heridos… y de las cicatrices que, como marcas candentes, se habían
incrustado en su ser por todo aquello. De cómo poco a poco se había dejado
deslizar por la ladera de la montaña de su existencia, en una loca huida hacia
el cobijo y la seguridad de una nueva placenta, o de cómo ahogaba sus penurias
en alcohol, con la pretensión absurda de que ese era el antídoto que lo
liberaba de su propio apocamiento.
Cuanto más le escuchaba, más fuerte se hacía la
congoja que sentía en mi pecho. Por un momento llegué a identificarme con ese
pobre infeliz y sentí por él una cierta conmiseración. Tal vez pasó por mi
cabeza poder brindarle algún tipo de ayuda que pudiera sacarle de su lamentable
estado. Tal vez le habría propuesto que tenía que hacer algo para salir de ese
pozo excavado por él mismo. Tal vez le habría propuesto que “tenía que… que
debería de…” Pero… preferí cobardemente cerrar los ojos y no seguir viendo lo
que siempre me había negado a ver: ni problemas, ni necesidades ni esperanza.
En todo caso, un poco de cansancio que se arreglaría a la mañana siguiente. Así
que sin más dilación abandoné el debate y apagué la luz para ir a entregarme al
sueño reparador.
Mientras, en la oscuridad del baño, ese reflejo de
mí mismo en el espejo aún seguía allí. Pero ahora su abatido corazón, que era
el mío, lloraba en silencio, sin estridencias; dejando caer lágrimas de dolor…
sobre el frío piso de cerámica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario