Juan Calero Rodríguez
(leída en Las Palmas de Gran
Canaria el 10 de noviembre)
Este hombre que tengo a mi
lado nació “en ese pequeño pueblo cruzado por dos ríos y rodeado por bosques
donde en invierno nieva y la primavera es un inmenso valle de ruiseñores” y
comenzó a ser poeta a los nueve años cuando al salir del colegio le llevaba
migas de pan a un erizo.
Este hombre que ante todo nos
dice que su abuelo tocaba el clarinete y tenía un cinturón con hebilla de oro
en Ciego de Ávila, provincia de Camagüey, isla de Cuba, allá por 1920. Que
estudió Ciencias de la información, en la Universidad de Barcelona, que pasó
siete años en Chile enamorado de su poesía y sus poetas.
Este hombre que a los 16
ingresó en las Juventudes Comunistas y a los 17 en el Partido Comunista, le
gusta perderse por los bosques, porque “el bosque es laberinto y oscuridad
resplandeciente donde siempre hay alguien que silba canciones”, nos cuenta que
“la poesía es un discurso republicano en que todas sus partes son ciudadanos libres que tienen un deber y
una obligación esencial que es la que está en desacuerdo entre sí y no un
acuerdo que tal parece es la tesis dominante y es la que conduce los sistemas
de hoy”.
Este hombre comprometido
socialmente, grabador, acuarelista, dibujante, escultor, hijo de panadero y
nieto de sastre, en una familia tan pobre que en su casa no habían libros. Que
llegó a los libros al mismo tiempo que al deseo y al amor y fueron sus primeros
libros uno de Gamoneda, uno de Rosalía de Castro, en gallego y Hojas de hierba,
de Whitman.
A este hombre le he escuchado
decir que “las palabras del poeta hablan de cosas que solo ocurren en la poesía
con las palabras del poeta”, que durante su adolescencia “era más amigo de los
árboles, de las piedras, de las montañas, de los ríos y los peces que de los
muchachos que jugaban al fútbol”.
Este hombre que escribe como
piensa y piensa como vive y convierte cada uno de sus recitales en un
espectáculo, que las dedicatorias en sus libros son pura obra de arte, nos dice
que es el poeta que deja escritas en el aire palabras como dignidad, ética,
desobediencia, resistencia... y se le tuerce el gesto cuando en sus recitales
se abren camino palabras como geómetras, poderosos, mercados, dineros...
Este hombre quien considera
que es imposible concebir una estética sin ética, porque la ética forma parte
indisoluble de todo acto estético. Para quién es fundamental que el tiempo
carezca de importancia como todas las cosas pequeñas que se pueden envolver en
un pañuelo, porque la belleza es una de las actitudes de mayor valentía que una
persona puede tener en la vida.
Este hombre que ha sido
ganador de premios como el Nacional de Literatura, el Nacional de la Crítica,
el Adonais, el Premio Jaime Gil de Biedma, el Premio Jaén, supone que la poesía
es un aprendizaje, pero no un aprendizaje lingüístico, sino un aprendizaje en
otros territorios. Que hay una zona perversa que tiende a confundir la poesía con
la literatura. Que la poesía es un proyecto espiritual y el cuerpo del espíritu
está reñido con el mercado, con la vanidad editorial, está reñido con la
angustia de los premios.
Este hombre que tiene en su
haber títulos como
SIETE POEMAS ESCRITOS JUNTO A
LA LLUVIA. (1982)
LA VISITA DE SAFO. (1983)
ANTÍFONA DEL OTOÑO EN EL
VALLE DEL BIERZO. (1986)
LAS PÁGINAS DEL FUEGO. (1987)
LA POESÍA HA CAÍDO EN
DESGRACIA (1992)
LOS CUADERNOS DEL PARAÍSO
(1992)
EL ARCA DE LOS DONES (1992)
LA MUJER ABSTRACTA (1996)
LA TUMBA DE KEATS (1999)
LAS ESTRELLAS PARA EL QUE LAS
TRABAJA (2001)
EL UNIVERSO ESTÁ EN LA NOCHE
(2006)
CONTRA TODA LEYENDA (2007)
LA CASA ROJA (2008)
LA BICICLETA DEL PANADERO
(2012)
que tuvo en algún tiempo la
ilusión de ser feliz, ya no escribe poesía, para qué, si su poesía está en cada
palabra que pronuncia, en cada montón de barro, en cada pliego de papel o
lienzo con los que hace arte. Y está convencido que “el territorio de la poesía
y el arte no es un lugar que conduce precisamente a la felicidad”. Más bien
escribimos, para repartir un poco, como panes y peces.
Para él, la poesía es una
conducta interior, un proyecto espiritual “como voz instaurada en la
conciencia, como elogio de la dignidad humana” donde “lo difícil no reside en
escribir un poema sino vivir hasta las últimas consecuencias la vida del poema”
y su poesía es una vorágine de imágenes que llaman las palabras unas a otras y
convierten al texto en una cascada de figuras,
de formas que se convocan y transforman mutuamente y con su peso nos quiebra.
Volviendo a sus palabras “el
poeta es aquel que en presencia de otros se considerará siempre su igual sea el
rey o el más pobres de los mendigos” y la poesía está en alianza con un
proyecto de bien, es un lenguaje al norte del porvenir y el porvenir está
ligado a un proyecto de felicidad.
Este hombre ha afirmado en
alguna entrevista, que la poesía es ‘una pequeña linterna de piedra que enseña
el camino a los errantes’ y su poesía hay que leerla a lo largo de su despliegue,
no como un libro para doblar una esquina, es un inmenso árbol que conmueve en
el batir de su follaje desde que absorbe la savia por sus raíces y nos pierde
esa metamorfosis de duelo en sus desvíos y ramificaciones bajo la lectura con que nace. “Un duelo que
va matizándose y modulándose conforme avanza hasta convertirse en una melodía
de contrabajo capaz de sostener las acrobacias más sorprendentes”.
Este hombre a quién me
refiero y está a mi lado, que habla de la incomunicación, de lo incomunicable y
de lo incomunicado de la realidad de este tiempo, es Juan Carlos Mestre.
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