José Sebastián Silvente
Se dijeron muchas cosas. Y
fueron tantas, durante toda una vida, que habían inundado los espacios de la
casa con palabras y frases de ternura, como testimonio del amor, el amparo y
las promesas de fidelidad y entrega eternas que un día se juraron.
En las sosegadas horas que
les dejaba el día se recostaban junto al fuego, como un ritual, buscando sus
regazos y se leían mutuamente hermosas
historias y poemas románticos. Entre verso y verso, él le decía que necesitaba
con ansias su mirada; que si alguna vez llegaran a faltarle sus ojos, no sabría
dónde posar los suyos, que sus manos, esas manos que le acariciaban cuando la
noche caía desolada, eran como su nirvana; ese lugar que siempre había soñado
para dejarse consentir un poco cada tarde, que bastaba su sonrisa para abrir
los caminos hacia la esperanza de una vida incierta, que en su cuerpo se
encendían todavía todas las hogueras, sólo con besarla, y que la amaba con la
mansedumbre de las nubes y la ferocidad de las bestias.
Ella le decía que era su horizonte
allá donde estuviera; que ansiaba todos sus días, presentes y futuros, que
necesitaba sentir el cálido contacto en las noches a su lado y, al despertar,
el vértigo del tobogán por el que se dejaban deslizar desbocados e
inconscientes en cada encuentro de sus cuerpos inflamados, que quería esa vida
que acumulaban sus cabellos plateados y
hasta los surcos con los que el paso del tiempo había enmarcado su mirada.
Se habían dicho muchas veces
que si el destino quisiera llevarlos el mismo día a los dos, ese sería el mejor
regalo que podían recibir, y que se amaban por lo que un día fueron, por lo que
eran y significaban cada uno en la vida del otro, y por lo que nunca más
serían. Se amarían por toda la eternidad.
Se dijeron tantas cosas que
esas palabras lo habían ocupado casi todo: revistiendo paredes, llenando
armarios, rebosando cajones, cubriendo, como la hiedra, sillas, mesas y
butacas… Tanto y tanto se dijeron, que al tiempo sólo quedó un rincón vacío en
una esquina junto a la ventana, desde donde siempre habían contemplado en
silencio las acacias, musicadas y cuajadas por el cantar de los jilgueros.
Cuando el paso de los años
inexorablemente fue llevándose la fuerza y el ímpetu de aquellos versos y palabras, el cariño y la adoración que
sentían cuando se miraban, se mantenían íntegros, como siempre, porque sabían
que los dos existían el uno para el otro, igual que el primer día. Fueron
haciéndose conscientes entonces del poder de su mirada, aunque debilitada en
sus ya cansados ojos, pero que no podría extinguirse nunca, porque la llevaban
grabada en lo más profundo de su alma. Fueron haciéndose conscientes de que el
lenguaje de esa mirada que se prodigaban tenía más fuerza que un discurso y de
que sólo el roce de sus manos podía evocar los más apasionados y bellos poemas
de amor.
De este modo envejecieron
juntos. Y en las sosegadas horas que les
dejaba el día seguían acudiendo, tomados de la mano, a su cita junto a la
ventana, a contemplar en silencio las acacias y mirándose a los ojos con ese
lenguaje que destellaba el poder de su mirada; ese lenguaje que, poco a poco,
fue cubriendo el lugar que habían tenido siempre… las palabras.
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