Evaristo Fuentes Melián
He leído hace poco un clarificador artículo de Julián
Casanova sobre el anarquismo y su desaparición en España. El anarquismo tuvo su
base y su raíz en el siglo XIX (1868), poco antes de la efímera I República
(1873). Entonces, y hasta mediados del siglo XX, había mucha miseria en este
país, las clases obreras y campesinas estaban practicante esclavizadas. El
movimiento anarquista y adláteres usaban también la violencia como medio
coercitivo, hasta que llegó la guerra civil de 1936 a 1939, que terminó con los
anarquistas de la CNT y la FAI; unos consiguieron huir al extranjero, otros fueron
encarcelados y en muchos casos ejecutados. Se acabó el anarquismo.
Pero hay otra condición ‘sine qua non’ para que ese capítulo
de la violencia en política desapareciera; fue el bienestar en la economía y su
hijo natural: el consumo. Mi generación, concretamente los nacidos recién
acabada la guerra civil con sus penurias y luego mayoritariamente unidos en
matrimonio religioso y civil a mediados de la década de los boyantes años
sesenta, hemos tenido la oportunidad, única en la Historia de España, de haber
vivido esas dos etapas tan diferentes, tan polos opuestos, penurias y
abundancia, en el discurrir de nuestra existencia en este mundo.
Sirva como metáfora o caricatura esperpéntica a este mi
relato, lo que cuenta un compañero de trabajo que ahora es nonagenario y que
vivió en Madrid en su adolescencia, cuando en plena guerra civil bombardeaban
la capital. Me dice este anciano que, si en vez de tirar bombas hubieran tirado
pan, se hubiera acabado la guerra ipso facto, al poder paliar o saciar la hambruna generalizada.
Espectador
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