Jose Sebastián Silvente
La imagen irisada de un manto de hojas mustias esparcidas
por el suelo; el vaivén de las ramas de los árboles meciéndose en el viento; la
lluvia mojando con llanto melancólico los suelos empedrados; la remembranza de
un amor fugaz del verano que se fue; la emigración total de las gaviotas
buscando zonas más templadas; el último canto del grillo y también de la
cigarra…
¡Ya está aquí el otoño! Ha entrado de nuevo en nuestras
vidas con sus trazos ocres, rojos y amarillos, sus nostalgias, el temprano gris
de los atardeceres invitando a reunirse ante la lumbre, al deleite de beber una
humeante taza de café, la lectura silenciosa y confidente de un buen libro y,
para los más melómanos… una serena música de fondo, dejando oír el lamento
prolongado de un adagio uniéndose a ese claustro, apacible y consentido,
propicio para la bohemia.
Sabido es que el otoño no goza de una buena estima. Y esto
es así porque es tiempo yermo, umbrío, cuajado de añoranzas, de bajo estado de
ánimo, de sepelios, de suicidios… Con su halo ceniciento y su puñado de
metáforas, cuál de ellas más aciaga. ¡Ha vuelto de nuevo el nublado otoño! El otoño es una disculpa equivocada y como
dice el tango, las olas ya sólo arrastran troncos viejos, sables oxidados,
juguetes mutilados… Alguien gime frente al mar porque con el verano se marchó
la vida.
El otoño se ha instalado firme, encapotando los crepúsculos.
Muy pronto la deseada lluvia que a veces se hace de rogar en procesiones de
vírgenes y santos, golpeará las ramas de los árboles y asistida por el viento
libertino las desnudará del todo. Sí, ha llegado el plomizo otoño como de
golpe, sin previo aviso. Los arces y los álamos, que ayer vestían de verde
musgo, hoy se tornan a un color cetrino. Cuando al fin llueve, sus hojas
empapadas caen agónicas sobre la hierba del jardín buscando las esquinas y el
abrigo en los recodos, como si ellas también sufrieran ateridas los primeros
fríos. Es el viento del otoño que las lleva y las trae, como a nosotros nos
lleva y nos trae la vida. Muy pronto iremos arrastrando gabardinas por las
calles de barrios despejados, arropando un cuerpo entumecido, y en la barra de
algún bar, que siempre nos acoge en auroras madrugadas, navegaremos sumergidos
en el mar de la melancolía… sin motivo ni propósito. Porque el otoño, ahora, es
el señor de sueños y vigilias, de noches silbantes con el ulular del viento,
semejante al lamento de las ánimas que en peregrinación expían sus culpas, y
que se cuela libremente por resquicios de puertas y ventanas.
Pero, como ocurre en el envés de todo lo que acaece, también
el otoño nos regala otras bondades,
animando a dejar la reclusión: caminar por paisajes únicos, disfrutando la
naturaleza y la explosión cromática que aporta el sol en las profusas arboledas
de valles y de bosques… paseos descalzos en un atardecer mediterráneo, cuando
las sosegadas aguas de ese mar en calma beben los colores rojos, rosados,
naranjas y amarillos con los que su luz nos acompaña… momentos idóneos para la
reflexión… niveles más altos de libido, que invitan a encuentros amorosos...
Cuando la noche acaba al fin; cuando los párpados se abren
perezosos reivindicando un poco más de sueño dificultándonos parcialmente la vista,
por los barrios despoblados del oriente se empieza a abrir camino un débil sol
que, tímidamente, volverá a llenar de luz la vida. Nos damos cuenta entonces de que, otra vez,
el milagro se repite: Ha vuelto a amanecer; ha vuelto a amanecer… que no es
poco.
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