Salvador García Llanos
Hay días en que durante el repaso a los análisis y a
las cosas del oficio la tendencia a la depresión sea una tendencia palpable.
Hasta cuatro o cinco veces hemos leído la expresión 'salvar el periodismo'. Ya
no es que esté mal: cuando el contagio se extiende entre quienes nos dedicamos
a esto, seguro que los males difícilmente tienen cura y que las terapias apenas
surten resultados. “El periodismo se muere”, leemos en alguno de los textos
leídos en busca de alguna vía para superar la desazón. Hay que evitarlo, desde
luego.
Como hay que evitar incurrir en el olvido. Vivimos un
tiempo en que desaparecen cabeceras, medios y programas. Empresas y editores
que no pudieron superar las adversidades y los reveses para seguir compitiendo,
para seguir llegando puntualmente a lectores y seguidores. Terrible: en España,
en las islas, hemos asistido a lo largo de los últimos tiempos al cierre de
títulos que ya eran familiares, algunos de los cuales, incluso, llegaron a
desempeñar papeles destacados en algo tan serio como la conquista de las
libertades o la consolidación de la democracia o, simplemente, el acercamiento
de la realidad.
El oficio periodístico, en efecto, ayudó a que
crecieran las democracias y enriqueció la historia cotidiana, la que, en
algunos casos, fue labrando en primera persona. O la que contribuyó a forjar un
nuevo ciclo social y político, impulsado con ilusión y entusiasmo. Era un
oficio anhelado: quizás no supo luego estar a la altura o no correspondió a lo
que se esperaba para que el cuerpo social al que se dirigía encontrarse aliados
fieles y confiables.
Una prestigiosa universidad norteamericana, Carolina
del Norte, ha elaborado un estudio que describe el oscuro porvenir del oficio
periodístico, como que se titula 'El creciente desierto de las noticias'.
Cuando dejan de circular cabeceras con más de cien años de historia, en efecto,
parece que el periodismo fenece. No será así, claro, mientras las informaciones
sea un producto y haya un universo de consumidores manejado por poderosas
compañías que lo presentan cada vez con más alarde de espectáculo.
El periodismo se muere, pero hay que evitarlo. Con
vocación, con las virtudes intrínsecas desplegadas, con una praxis rigurosa,
con un compromiso ético que obligue a su renovación en cada crónica, en cada
columna, en cada editorial. Cierto que los poderosos intereses económicos y
financieros maniatan los valores romanticistas pero hay que resistir para
ejercer, además, con dignidad. Por ello, salvar el planeta, de sus males,
catástrofes conflictos bélicos y malos gobiernos, está muy bien. Mashabrá que
incluir el periodismo entre los objetos de salvación, porque es de todos y
porque sigue siendo esencial para enterarnos de saber qué pasa y qué es lo que
quieren hacer con los mortales. Antes escribimos que hay que evitar el olvido
al que algunos se empeñan en querer condenar. No es justo ese borrado de la
memoria cuando cierra un medio o desaparece un espacio. Cierto que será muy
difícil evitarlo, pero sí que se haga acreedor de trabajar y luchar para que se
olvide. Y porque cuesta aceptar que haya una sociedad sin medios, como si eso
fuera una conqusia plena de libertades.
Y no se trata de desembocar en un periodismo de
contenidos historicistas o nostálgicos sino de refrescar y reactivar que ese
oficio, para el que aún hay un latido vocacional, no puede rendirse de su
misión universal en la convivencia democrática. La misión tiene ahora un nuevo
objetivo: sortear el olvido, evitarlo. Si no lo hacen los propios periodistas,
¿quiénes?
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