Agustín
Armas Hernández
TERMINADO
el trecho de angosta carretera, guarnecida de altos y gruesos muros, que
comenzando en la explanada del cementerio concluía frente a la entrada del
castillo de San Felipe, el panorama se abría en forma de abanico. El espacio se
hacía libre y el aire parecía otro. Llegado a ese estratégico lugar una ráfaga
de aire marino, con olor y sabor a yodo y sal, nos llegaba del cercano mar
océano, que, con toda su magnificencia se divisaba a nuestra derecha. En
frente, a lo lejos, simulando un diminuto portal de Belén, se distinguía el
pintoresco caserío de Punta Brava. A la izquierda el espléndido platanal de los
hermanos Fernández. A continuación, el barranco de San Felipe que, frente a
nuestra vista, cruzando de sur a norte, en los inviernos lluviosos de cumbre y
mar borrascosos, fundían sus agitadas y turbulentas aguas en un abrazo sin fin.
Esto sucedía y sucederá, aunque ahora no llueva con tanta intensidad, en la
playa del Castillo, donde dicho barranco tiene su desembocadura. Hoy la playa,
con la remoción efectuada en la zona, ha quedado incorporada a la pléyade allí
existente, formando parte integrante de la denominada «Playa Jardín». Más...
prosigamos nuestro itinerario. Al cruzar
el badén del barranco de San Felipe, siempre en dirección a Punta Brava, nos
encontrábamos, frente mismo, el portalón, con barrotes de hierro, por donde los
camiones entraban a recoger las piñas de plátanos de aquella grandiosa y
exuberante finca de la Vda. de Machado.
Siguiendo
otro tramo de carretera, a unos cien metros aproximadamente, nos tropezábamos
con el empaquetado de plátanos de don Juan Galán. En este punto terminaba la
finca antes mencionada y comenzaba la de este último personaje citado. Frente
al empaquetado de plátanos, que, precisamente miraba al mar, terminaba la
pedregosa playa del «Castillo» y empezaba la de la «Lajeta».
Antes de seguir el siguiente tramo, cabe un
inciso para concentrarme en una anécdota protagonizada por uno de los
personajes más populares del Puerto de la Cruz, ahora fallecido: Orlando Hernández
«El Sereno». Helo a continuación: en aquellos años, década de los cincuenta,
existía en la playa de la «Rajeta» una caseta donde vendían refrescos,
bocadillos y, también, vino tinto. La cantina la regentaba don Pepe Marrero «El
Mocoso», también hace unos años fallecido, personaje que junto al protagonista
principal era muy querido en nuestra ciudad, el Puerto de la Cruz. Pues bien,
se acercaba «El Sereno» algo tambaleante, y no precisamente por los efectos del
viento reinante, sino más bien, como consecuencia de los efluvios etílicos.
Llegado a la caseta, con la simpatía que le caracterizaba, le dice con énfasis
al cantinero: —«Cantonero» póngame un vaso de vino. Pepe, conocedor del
panorama a la vista, le pregunta: — ¿Tienes el dinero para pagar? Contéstale el
«Sereno»: —Precisamente venía pensando en que me olvidé la cartera en casa,
pero... te lo pagaré a la tarde. — ¡Ni hablar! Primero el dinero y después el
vino. El «Sereno», que tenía ojos pequeños y mirada profunda y penetrante, le
replica: — ¡Qué «cacaño» eres, te juro por mi hermano que está en el cementerio
que te lo pagaré!
Mas Pepe le contesta: si no hay «tintines» no hay vino. Replícale nuevamente el «Sereno»: —Pero... Pepe, te juro por mi hermano Pancho, que está en el cementerio, que a la vuelta te lo pago. La disputa era seguida por dos señoritas, foráneas, que muy cerca de la caseta tomaban el sol, y, además, por un primo hermano del «Sereno», y ambos, a la vez, del que esto escribe, llamado Benigno Avero Hernández «El Caboso». También fallecido. Las jóvenes se lamentaban diciendo: — ¡Qué pena! Se ve que el hombre tiene intención de pagarle el vaso de vino, puesto que jura por su hermano muerto y enterrado en el cementerio. Benigno, Avero, sonriente más atento a las lamentaciones de las féminas que hasta ese momento, relajadamente, se bronceaban al sol, les aclara: —No, no es que esté muerto y enterrado en el cementerio, sino que trabaja como sepulturero en el Campo Santo. Con la aclaración de Avero, la pena de aquellas señoritas se convirtió en alegría, y, más tarde, en fiesta en todo el Puerto de la Cruz cuando se comentó lo ocurrido en la caseta de la «Lajeta» y la ocurrencia que tuvo el «Sereno» para lograr que Pepe le sirviera el vaso de vino. Pero prosigamos nuestro camino. Cien metros adelante nos encontrábamos con el mirador que, frente mismo a la entrada de la finca y mansión de D. Juan Galán, servía para el descanso a los viandantes que se dirigían hacia o desde Punta Brava al centro del Puerto de la Cruz. En semicírculo era el mirador desde donde se divisaba, en lindo panorama, el caserío de dicho barrio portuense, y de su litoral. En este punto una lengua rocosa ponía término a la playa de la «Lajeta» y comenzaba la de la «Arena o Grande». A partir de aquí la carretera se hacía serpenteante y cuesta arriba. Un parapeto de piedras y cemento, de unos ochenta centímetros de altura, servía de protección al caminante. La altura que tomaba la carretera en este tramo, en relación a la playa, era aproximadamente de unos 20 metros. Esto propiciaba que, desde lo alto, se contemplara la playa en toda su magnificencia y, además, a los bañistas zambulléndose o tomando el sol en diminuta estatura. El tránsito rodado en aquella carretera solitaria e inhóspita, donde en sus aledaños sólo crecían «lloronas» y «magarzas», era casi nulo. Los lagartos del lugar que dormían al sol, o cruzaban la calzada de lado a lado, eran sólo perturbados por el paso de los dos únicos coches que existían en Punta Brava: el de D. Víctor Machado y el de D. Juan Galán, y además por algún que otro camión que iba y venía a las fincas de estos señores a recoger los plátanos para llevarlos al empaquetado. Por la nube de polvo que dejaban a su paso estos vehículos, podíamos deducir, a lo lejos, los bañistas, cuándo se trataba de un coche o de un camión el que partía o venía desde o hacia Punta Brava. De forma que, si era un coche sabíamos que alguno de estos personajes, o miembros de su distinguida familia, se desplazaba al puerto o regresaba a su hogar.
Otro
de los vehículos, aunque de tracción animal, que dislocaban la paz de aquel
paraje, era el carruaje de D. Domingo «El Fatiga» que cargado con la basura se
desplazaba desde el Puerto a Punta Brava, donde en sus aledaños, en aquel
entonces, se encontraba ubicado el vertedero municipal de basuras.
Téngase
en cuenta que en aquellos años ni había mucha basura que transportar ni don
Domingo «El Fatiga» se daba mucha prisa en llegar. El Puerto de la Cruz era
otro, ahora lejano y añorado. Por tanto, en realidad, aquel animal, cansino,
que arrastraba el carro de la basura, ni levantaba polvo del camino ni hacía
mucho ruido al desplazarse. O sea, que los lagartos tenían asegurado su
aletargado sueño y su libre caminar por la carretera.
El
último tramo de camino nos acerca a Punta Brava.
A la izquierda el platanal de D. Víctor
Machado, con su gran portalón que servía también de entrada a su casa. La finca
de este personaje ha desaparecido y en su lugar ha surgido el «Loro Parque»,
institución lúdica ecológica, donde se puede disfrutar de infinidad de
espectáculos de variada índole.
La
carretera terminaba frente mismo a la finca del señor últimamente citado,
aunque continuaba algo más estrecha hacia el lugar denominado «El Burgado».
Hemos llegado a Punta Brava. El caserío es
pequeño: una veintena de casas, la mayoría de ellas sin encalar, asentadas
sobre una lengua volcánica-rocosa que se introduce, provocativa, desafiante, en
el mar océano del norte tinerfeño, rincón, en aquel entonces aislado del centro
poblacional portuense, pero en la actualidad integrado totalmente en el mismo.
A nuestra derecha una vereda estrecha bastante inclinada y resbaladiza nos
conducía a la playa «Grande» y «Chica», ambas de arena negra y fina. Muchos
revolcones me dieron las olas de aquellas playas que con mucha fluidez, nervio
y empuje llegaban, y llegan a pesar de la remoción, a la orilla. A esa ribera
marina solíamos acudir, a bañarnos, de niños y de jóvenes, grupos de ranilleros
en aquella época en que Punta Brava dormía el sueño de los tiempos. La orilla
que lamía el mar, con su ímpetu temperamental, sobre todo en invierno,
propiciaba que, desde la primavera hasta el final del verano, las playas de
Punta Brava, y las del Puerto de la Cruz en general, permanecieran limpias y
sus aguas transparentes. Esto las hacía atractivas y apetecibles al baño y a
tomar el sol.
Tendido en la arena, mirando hacia la punta de
aquellos afilados peñascos de la «Brava» actual Punta Brava, pensaba, una vez,
en cómo sería el ya lejano naufragio del barco noruego «Titlis» que, en la
madrugada del 11 de diciembre de 1910, concretamente a las cinco de la mañana,
un afilado arrecife rasgó su vientre, dejándolo mortalmente herido. Ensimismado
en este pensamiento, inconscientemente lancé un grito desgarrador que cruzó el
espacio etéreo rumbo a no sé dónde. Al mismo tiempo, un ramo de algas recién
cortadas del lecho marino, me fue lanzado desde la orilla por una sirenita que,
juguetona, había llegado a la playa. Ello me sacó del embeleso en el que el
tibio ambiente me tenía sumido.
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