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sábado, 13 de marzo de 2021

UN ARQUITECTO MASÓN FRANCÉS EN TENERIFE: ADOLPHE COQUET

 

José Melchor Hernández Castilla

“Adolphe Coquet, arquitecto francés (1841-1907). Cursó sus estudios y desarrolló su actividad en Lyon. Sus obras más notables en Francia son: El Hospital General de Viche (1885-1887) y el Sepulcro de los Niños, de Rhone. Viajó dos veces a Tenerife. La primera, en 1882, para realizar el mausoleo situado en los jardines del antiguo Hotel Victoria, en la Orotava; y la segunda en 1889, para realizar los planos del Edificio Sanatorio del Taoro-Gran Hotel Jardín -Hotel Taoro-” (Delgado Luis, José A, 1982; en Coquet Adolphe, 1884. “Una Excursión a las Islas Canarias”).

Adolphe Coquet era secretario adjunto de la logia de Lyon “Asile du Sage”. A su llegada a Tenerife, fue recibido por la Logia Tinerfe nº114 de Santa Cruz de Tenerife, que fue recogida en su revista, dirigida por Patricio Estévanez y Murphy (Paz Sánchez, Manuel de, 2007. Anuario de Estudios Atlánticos. Nº53. Página 325).

De su primera visita a Tenerife, Adolphe Coquet escribió el libro “Une excursion Aux Iles Canaries”, editado en 1884 en Francia, y en 1982 en España (páginas 33-37): “La Orotava es la residencia preferida de la nobleza. Muchas casas tienen por encima de la puerta de la entrada un escudo de mármol donde están grabadas las armas familiares En la fachada, balcones de madera, destacados y cubiertos, con los postigos cerrados, que se abren al paso de los transeúntes y dejan ver rostros graciosos con miradas inquisidoras. Un techo de tejas y paredes enlucidas con cal, con una decoración pintada de negro o rojo, grabada a veces a la manera de los graffiti italianos. En el interior, un patio cubierto de flores que trepan a lo largo de los muros y una bella escalera de madera, con pinturas vivas y elegantes barandas de balaustres, que comunica el patio y las amplias galerías con vidrieras que rodean el primer piso. Grandes puertas de dos batientes se abren en este ancho corredor, dejando penetrar el aire fresco en las diferentes habitaciones de la vivienda. Como en todos los países cálidos, las salas son espaciosas y altas, emblanquecidas con cal y sin colgaduras. En La Orotava, el techo sigue la pendiente del tejado y parece, por encima de la cabeza, una nave invertida. Es el sistema de los árabes, es su arquitectura, encontrándola hasta en el ajuste ingenioso de las puertas, en los trabajos de compartimentos hábilmente combinados.


Los cafés son desconocidos, pero hay dos casinos donde se puede jugar, fumar, hojear la Revista de Canaria y algunos raros periódicos de la Península, traídos quincenalmente por el correo. En los muros de las pequeñas bibliotecas, se expone el plano perspectivo de la exposición universal, regalo de la Ilustración Española, que viene a traer hasta aquí el recuerdo siempre vivo de la gran ciudad parisiense.

Al anochecer, después de la puesta del sol, la noble sociedad de La Orotava hace sus visitas y se reúne. Las señoritas dejan entonces los postigos indiscretos de sus ventanas, se ponen la atractiva mantilla y, sin olvidar, el inevitable abanico, que manejan de la manera más graciosa, vienen a tomar parte en esas reuniones íntimas que son, junto con las ceremonias de la iglesia, su principal distracción.


En las Iglesias, es donde se puede ver a la población de la ciudad. Caballeros, señoras y peones, todos se arrodillan en el suelo, sumidos en el más profundo recogimiento, mientras el cura oficia rodeado de todos los esplendores del culto. La Iglesia es el mejor monumento de la isla, con su conjunto de columnas esculpidas, sus bóvedas –una cosa rara en Tenerife-, sus retablos adornados  y sus campanarios en forma de cúpula. Un gentío fervoroso lo llena. Llego precisamente en medio de las fiestas de Semana Santa, de las que ha había observado en Sevilla diez días antes los preparativos inminentes.

En este pueblo, que ha conservado todas sus tradiciones religiosas, y las ceremonias de la iglesia se celebran con gran pompa y toman el carácter alegre o triste, siempre solemne, particular a la nación española. Los hombres llevan trajes oscuros en señal de duelo y las mujeres se envuelven en grandes velos negros. Interminables procesiones recorren la villa. Al son de la música lánguida, cuyo ritmo monótono me ha perseguido  durante mucho tiempo, la muchedumbre pasea las estatuas que representan los personajes de la pasión: santos vestidos con suntuosas vestimentas; un Cristo flagelado, todo chorreante de sangre, hecho con un realismo que sólo los artistas españoles saben llevar hasta sus últimos límites.

Por la noche, con antorchas, la procesión vuelve a salir serpenteando a través de las calles escarpadas, desde conde las antorchas brillan por encimada de mi cabeza como estrellas movientes. La banda prosigue con el mismo ritmo lamentable que me parece oír todavía, acompañada del canto de los fieles. Los miembros de las hermandades con sus largos hábitos de seda roja, el alcalde, los principales personajes, toda la población, llevan cirios y escoltan religiosamente a las santas imágenes, que se continúan paseando con solemnidad.

Recomiendo este espectáculo extraño a los pocos turistas que van a La Orotava. En medio del silencio de una ciudad adormecida y la calma profunda de esta Naturaleza canaria, es una aparición inesperada que llega a sorprender al viajero.

¡Amo este silencio y esa oscuridad que, después de un día cálido y brillante, viene a envolver al valle! A veces, a la pálida luz de las estrellas, el horizonte parece ampliarse. A lo lejos, las montañas perfilan netamente su silueta y el mar expone sus reflejos. Todo parece dormir; sólo algún guitarrista retrasado viene, al pasar, a lanzar sus acordes, que se pierden muy pronto en la noche

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