Rosario Valcárcel
Cuando Jesús entró
en Jerusalén, toda la ciudad se alborotó y preguntaban: ¿Quién es éste? Y la
muchedumbre respondía: Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galil
A medida que el tiempo pasa, me doy cuenta de que el mundo
ha cambiado totalmente y, que por supuesto, ha cambiado nuestras vidas,
nuestras formas de enfrentarnos a cualquier acontecimiento.
Por eso, al llegar la Semana Santa me entra la
nostalgia y me acuerdo de aquellos ejercicios espirituales, de la lectura de
los libros ejemplares, de películas sobre la Biblia: Ben- Hur, los Diez
Mandamientos, Marcelino, pan y vino. Era el símbolo del amor y los
reencuentros, de las familias. Eran tiempos de ver a nuestros abuelos asomados
a las ventanas para contemplar las procesiones, la gloria de las imágenes, las
señoras ataviadas con mantillas negras y con mantillas blancas. Eran días de
saetas que alguien cantaba desde un balcón:
- Quién
me presta una escalera /para subir al madero, / para quitarle los clavos a
Jesús el Nazareno?
El mundo parecía que se paraba, los sentimientos se
manifestaban en las calles. Eran tiempos memorables para lo religioso, las
imágenes, los imagineros como José Lujan Pérez, un grancanario que culminó la
fachada neoclásica de la catedral de Las Palmas.
A mí, la Procesión que más me gustaba y me sigue gustando
es la del domingo de Ramos. Representa la entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén. Al llegar ese día por fin estrenaba mi vestido nuevo, así que,
vestida de guapa, entre niños y niñas con las manos en alto, agitábamos palmas,
olivos y en medio del griterío, cantábamos y aplaudíamos a su paso. Yo abría y
cerraba los ojos asombrada al ver al Señor con su carita tan sonriente. No
parecía el dueño del mundo.
Esa mañana el Sol siempre nos acompañaba y los bombos y
platillos repiqueteaban con alegría. ¡Cómo me gustaba escuchar los sonidos
temblorosos de cornetas y redobles de tambores! Desfilar al lado de
la banda de música y contemplar a aquellos primeros turistas, espectadores
asombrados que hacían fotografías.
Después mi padre me subía en los cochitos que instalaban
en el Parque de San Telmo: en los caballitos que subían y bajaban, en la
ambulancia o en la caldera que daba vueltas y vueltas.
Y al llegar a mi casa, mi madre nos sorprendía con algún
postre. Esa semana preparaba torrijas y la casa olía a canela y a limón.
Todos los días de la Semana Santa había una procesión y de las iglesias salían filas de devotos. No recuerdo bien las imágenes que sacaban el lunes, pero sí que era el día de los seminaristas. ¡Qué serios avanzaban en procesión detrás de los tronos! Marchában envueltos en vestidos de rojo. Y al llegar el miércoles Santo, mi tío Juan nos llevaba a Triana para ver pasar el Paso, nos relataba el día de la traición de Judas y las 24 horas en las que Poncio Pilatos y el pueblo judío condenan a Jesucristo a morir en la cruz. Era un día triste y algunas mujeres lloraban.
Así las imágenes recorrían casi a diario el casco histórico
de Las Palmas de Gran Canaria, menos el jueves que se celebraba la institución
de la Eucaristía en la Última Cena de Cristo y visitábamos las iglesias, los
Monumentos. Me llamaba la atención la fuerza de aquellos santuarios, las velas
que ardían erguidas en la penumbra como custodiando las imágenes de los santos
que estaban cubiertos con telas de color malva. Y en un altar, bajo una luz
tenue, se explayaban enormes cestas de rosas, azucenas, claveles, gladiolos,
entre una platería reluciente y bellos jarrones. Entonces nos arrodillábamos y
musitábamos oraciones.
Experimenté muchas veces esa tristeza en las calles, esos
días en que se escuchaban lamentaciones, cantos de sufrimiento y el tiempo que
cada día se empeoraba más y más como señal de dolor. Incluso, algunas veces,
llovía y en las casas se hacía un silencio. No se podía cantar, ni manifestar
alegrías, las ropas se oscurecían. Se hacían el Vía Crucis y se cantaban
Misereres. Las calles olían a incienso y las radios sólo emitían música sacra,
marchas fúnebres y las Siete Palabras que duraban una eternidad.
Silencios, muchos silencios. Me asaltaban los demonios y
si cerraba los ojos, sólo veía las sombras de curas ataviados con sus sotanas
negras, lanzas, coronas de espinas, cruces y clavos. La vida y la muerte, el
infierno y el cielo. Sentía miedo. Menos mal que Dios es compasivo y hacía que
llegara el sábado. Entonces se escuchaban el repicar de las campanas.
Resucitaba el tiempo.
Pero, por segundo año consecutivo, este 2021 no se hablará
del arranque de Semana Santa, ni de esas pequeñas vacaciones, ni de acampadas,
ni que se han cubierto las plazas hoteleras. No se hablará de los muertos de la
operación de tráfico, de la gasolina que sube en esos días. De actividades y
cursillos para entretener a los niños en su tiempo libre ¿Quién podía
imaginarse que todo aquello pudiera destruirse? ¿Quién podía imaginar que una
pandemia iba a cambiar nuestras vidas? Que llevamos más de un año hablando de
confinamiento, toque de queda, medidas sanitarias, las variantes de las vacunas
que parece que no llegan. De una pandemia que marca nuestras vidas e incluso
nuestra fe.
En fin, hoy es un día alegre, un día feliz, en el que
algunos siguen creyendo que el paraíso terrenal está las manifestaciones
religiosas y en la fuerza que emanan, en el rito al sufrimiento. Otros piensan
que los niños actuales desconocen esas historias, desconocen la Biblia,
los personajes y los misterios.
Niños que cuando ven la procesión de la Burrita se
preguntan ¿Quién es éste?
En la foto, Talla centenaria, de origen anónimo perteneciente a la iglesia de San Telmo en Las Palmas de Gran Canaria.
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