Iván López
Casanova
Hace pocas
semanas describía Juan Cruz Ruiz con cuánto entusiasmo había subrayado la frase
de Albert Camus «el sol que reinó sobre mi infancia me libró de todo
resentimiento». Y la quiero transcribir ahora porque se está nublando el tiempo
para la infancia, porque en esta sociedad individualista la primera víctima es,
sin duda, el niño. Y tenemos que protegerlo para pueda desarrollar su
personalidad madura. (Por cierto, pienso que a lo que se refiere Camus es al
calor afectivo familiar más que al astro rey).
En este
sentido, en su obra Violencia y ternura Rof Carballo incluye un precioso ensayo
sobre “Poesía y delincuencia”, donde enfatiza la importancia de que el niño se
halle rodeado de una red relacional de cariño estable y de una «urdimbre
afectiva» sólida para que se desarrolle en un ambiente de «confianza básica».
Sin ella, la persona al crecer «verá el universo o la creación como
inextricable laberinto o como caos confuso y la desesperación constituirá, aun
en vidas aparentemente equilibradas y tranquilas, una constante amenaza». De
nuevo, la necesidad del ambiente familiar que equilibre y sane la personalidad
futura.
Pero frente a
la ternura, señalaré dos fuerzas que ejercen una gran violencia contra el mundo
infantil: el consumismo y la pornografía. Los chicos jóvenes y los adolescentes
se caracterizan por la casi exclusiva tendencia a pasarlo bien en todas las
situaciones; pues bien, la sociedad abusa de ellos y los marca con su
influencia consumista. Respecto a la inflación de lo sexual, afirma Gregorio
Luri en Mejor educados que «el encuentro de nuestros hijos con la pornografía
en internet está teniendo lugar en torno a los once años».
Por eso,
cuidar el ambiente de confianza familiar significa tratar a los niños como
niños, educarles sin caprichos, sin que sean el centro de la atención en todo
momento; pero también sin abandonos, sin dejarles demasiado tiempo ante el
televisor o con juegos de ordenador para que se entretengan, porque les daña,
como afirman todos los expertos en educación; y acaban haciéndose perezosos,
distraídos e, incluso, viciosos. «Me pongo nervioso o me enfado cuando no puedo
o no me dejan navegar», recoge Luri como respuesta de un 30% de jóvenes
españoles.
Escuchaba en
una conferencia al juez Emilio Calatayud cómo hasta hace poco tiempo cuando los
hijos llegaban a casa, sus padres podían respirar con confianza porque ya
estaba en territorio seguro. Pero que ahora, al llegar a nuestro hogar y
acceder a internet, pueden tener acceso a las corrupciones más brutales en
cualquier parte del planeta. «Esto es una droga», sentenciaba en referencia al
teléfono móvil para los chicos jóvenes.
Janell Burley
Hofmann, madre de cinco hijos, solucionó el problema del móvil con el de trece
años haciéndole firmar un contrato: «1. Es mi teléfono. Yo lo compré. Yo lo
pagué. Yo te lo presto. ¿A qué soy genial? 2. Yo siempre sabré la contraseña.
3. Sé educado. Coge siempre, siempre, la llamada de mamá y papá. 4. Entregarás
el teléfono a mamá o a papá a las 7:30 de la mañana cada día de colegio y a las
9:00 de la tarde durante el fin de semana. Estará apagado toda la noche y se
volverá a encender a las 7:30 de la mañana». Y seguían otras cláusulas, hasta
dieciocho. Ha sido alabada por muchos pedagogos.
«No se puede
creer sinceramente en ningún valor si no se está dispuesto a rechazar su
contravalor», nos dice Gregorio Luri con sabiduría. Y esto supone una acción
educativa fuerte para construir el amor a la templanza y la sensibilidad ante
tantas personas que no tienen ni para comer un plato de sopa, para rechazar el
consumismo como verdadero contravalor. También para educar y enseñar a amar con
el cuerpo, detestando con sinceridad lo provocativo, lo obsceno y lo
pornográfico: sin contemplaciones.
O sea, mimar a
la infancia para que le llegue el sol afectivo.
Iván López
Casanova, Cirujano General.
Escritor:
Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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