Evaristo Fuentes Melián
El teleférico
o funicular del Teide se instaló a lo largo de la década de los años sesenta
del siglo pasado, aunque los primeros intentos de llevar a cabo este proyecto
se remontan a los años veinte, antes de la guerra civil. En la cimentación de las torretas de apoyo
se emplearon toneladas de cemento en hormigón armado. La ejecución de la obra fue
lenta, por lo escarpado y volcánico del terreno, y se emplearon mulas de carga
para llevar los materiales a su sitio, al pie de cada torreta.
Cuento una
anécdota: subimos en el verano de 1972 --recién inaugurado el teleférico--un
grupo de cuatro amigos. Desde la estación más alta seguimos caminando hasta el
cráter por la vereda cónica en espiral del Pilón de Azúcar. Pero al bajar a la referida estación, mi
amigo IPH se percató de que se le había perdido su reloj de pulsera de oro.
Como era del mismo color que la lava, escorias o lapilli volcánico, era muy
difícil encontrarlo. Pues bien: mi amigo volvió a subir casi hasta el cráter y
encontró su precioso reloj. Pero aquí no
para esta rocambolesca historia. Pocos años más tarde, el reloj le fue sustraído
con alevosía mientras dormía plácidamente en un hotel.
He de terminar
con unos versos, no exentos de picaresca, del inolvidable Nijota, Juan Pérez
Delgado (1898-1973), que fue en vida el gran poeta festivo lagunero de la
época:
“Al funicular
el Teide / yo no me quiera amontar/ porque el sexto mandamiento / manda no funicular”
Nota. Aunque
estamos en fechas de los Santos Inocentes, la anécdota del reloj de pulsera de
oro perdido, hallado y luego robado es la pura verdad. Lo juro. ¡Feliz año nuevo,
queridos lectores!
Espectador
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