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sábado, 13 de mayo de 2017

LA FELICIDAD FAMILIAR

Iván López Casanova

Esta sociedad tan llena de cosas, compras y prisas, de ruidos y tensiones, nos puede distraer de las preguntas fundamentales. Por ejemplo, ¿dónde hallar la felicidad cuando llegue la enfermedad, la carencia, la soledad, la contradicción o el fracaso? Para encontrar respuesta, la narración sincera de dos testigos excepcionales de la «existencia desnuda»: Viktor Frankl e Ingrid Betancourt.

¿Qué esperaba Frankl cuando por ser judío se convirtió en el prisionero 119.104 de Auschwitz? Pues algo sencillo de comprender, que los presos más fuertes aguantarían las duras condiciones de vida del campo de concentración, y los débiles morirían pronto. Pero ocurrió otra cosa distinta: quien encontraba sentido a ese modo de vida infrahumano, aguantaba cualquier cosa; y quien no lo hallaba, se descuidaba y moría. Y sobre cómo obtener sentido, escribió: «Mientras trabajaba, hablaba quedamente a mi esposa (…). El guardián pasó junto a mí, insultándome y una vez más volví a conversar con mi amada. La sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi mano cogería la suya. La sensación era terriblemente fuerte; ella estaba allí realmente».

La colombiana Ingrid Betancourt tenía cuarenta y un años, y acababa de renunciar a su escaño para postularse a la presidencia de su país, cuando fue secuestrada por terroristas de las FARC. Permaneció aislada en la selva, en condiciones muy duras − «cada día es igual al infierno del anterior» −, desde 2002 hasta su liberación en 2008. En octubre de 2007, le permitieron escribir una carta a su madre como testimonio de que seguía con vida.

Ingrid escribió a su madre: «Le he pedido a Dios que me permita demostrarte todo lo que significas para mí y cuidarte y no dejarte un instante sola (…). De esa ilusión de las dos, me nutro a diario (…). Sin ti no hubiera aguantado hasta hoy».

Tras esta declaración, se dirige a sus hijos: «a aquellos seres que son mi oxígeno, mi vida (…). Diles que no han cesado de ser mi fuente de alegría en este duro cautiverio (…). Y si tuviera que morir hoy me iría satisfecha con la vida, dándole gracias a Dios por mis hijos». También a su marido, de quien estaba separado: «Varias veces lo he oído por la radio y cómo lo he abrazado en mi corazón (…). Gracias mi Fab por ser tan divino».

No quiero simplificar el tema de la felicidad, porque es complejo; pero sí tengo claro una cosa: gran parte de la alegría de la vida depende de construir vínculos familiares fuertes, de que seamos capaces de vivir y educar para el amor incondicional, de enseñar a querer por lo que somos, y no por lo que hacemos. También, que la vida plena fluye de un constante aprender a querer y de saber ser feliz con las alegrías de los demás, alejándonos del egoísmo como la verdadera fuente de tristeza.

Y lo contrario −sin juzgar a nadie, jamás−: que la vida del frívolo, de quien cambia de pareja porque no está maduro para la fidelidad, es muy triste − «el mundo está cansado de seductores mentirosos», afirma el catedrático de psiquiatría Enrique Rojas−; que son muy infelices, aunque la televisión nos sobresature con las risitas de solitarios sensuales sin personalidad para amar, y nos esconda su amargura.

Me parece importante asociar felicidad y familia porque así es la realidad radical y desnuda, sin engaños ni evasiones. Lo expone con sabiduría Viktor Frankl: «Fue entonces cuando aprehendí el significado del mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad —aunque sea sólo momentáneamente— si contempla al ser querido».

O sea, felicidad y familia siempre fundidas.

Este artículo fue publicado en el periódico El Día. 
       
Iván López Casanova, Cirujano General. 

Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.

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