Iván López Casanova
Esta sociedad tan llena de cosas, compras y prisas, de
ruidos y tensiones, nos puede distraer de las preguntas fundamentales. Por
ejemplo, ¿dónde hallar la felicidad cuando llegue la enfermedad, la carencia,
la soledad, la contradicción o el fracaso? Para encontrar respuesta, la
narración sincera de dos testigos excepcionales de la «existencia desnuda»:
Viktor Frankl e Ingrid Betancourt.
¿Qué esperaba Frankl cuando por ser judío se convirtió en
el prisionero 119.104 de Auschwitz? Pues algo sencillo de comprender, que los
presos más fuertes aguantarían las duras condiciones de vida del campo de
concentración, y los débiles morirían pronto. Pero ocurrió otra cosa distinta:
quien encontraba sentido a ese modo de vida infrahumano, aguantaba cualquier
cosa; y quien no lo hallaba, se descuidaba y moría. Y sobre cómo obtener
sentido, escribió: «Mientras trabajaba, hablaba quedamente a mi esposa (…). El
guardián pasó junto a mí, insultándome y una vez más volví a conversar con mi
amada. La sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la
sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi mano cogería la
suya. La sensación era terriblemente fuerte; ella estaba allí realmente».
La colombiana Ingrid Betancourt tenía cuarenta y un años, y
acababa de renunciar a su escaño para postularse a la presidencia de su país,
cuando fue secuestrada por terroristas de las FARC. Permaneció aislada en la
selva, en condiciones muy duras − «cada día es igual al infierno del anterior»
−, desde 2002 hasta su liberación en 2008. En octubre de 2007, le permitieron
escribir una carta a su madre como testimonio de que seguía con vida.
Ingrid escribió a su madre: «Le he pedido a Dios que me
permita demostrarte todo lo que significas para mí y cuidarte y no dejarte un
instante sola (…). De esa ilusión de las dos, me nutro a diario (…). Sin ti no
hubiera aguantado hasta hoy».
Tras esta declaración, se dirige a sus hijos: «a aquellos
seres que son mi oxígeno, mi vida (…). Diles que no han cesado de ser mi fuente
de alegría en este duro cautiverio (…). Y si tuviera que morir hoy me iría
satisfecha con la vida, dándole gracias a Dios por mis hijos». También a su
marido, de quien estaba separado: «Varias veces lo he oído por la radio y cómo
lo he abrazado en mi corazón (…). Gracias mi Fab por ser tan divino».
No quiero simplificar el tema de la felicidad, porque es
complejo; pero sí tengo claro una cosa: gran parte de la alegría de la vida
depende de construir vínculos familiares fuertes, de que seamos capaces de
vivir y educar para el amor incondicional, de enseñar a querer por lo que
somos, y no por lo que hacemos. También, que la vida plena fluye de un
constante aprender a querer y de saber ser feliz con las alegrías de los demás,
alejándonos del egoísmo como la verdadera fuente de tristeza.
Y lo contrario −sin juzgar a nadie, jamás−: que la vida del
frívolo, de quien cambia de pareja porque no está maduro para la fidelidad, es
muy triste − «el mundo está cansado de seductores mentirosos», afirma el
catedrático de psiquiatría Enrique Rojas−; que son muy infelices, aunque la
televisión nos sobresature con las risitas de solitarios sensuales sin
personalidad para amar, y nos esconda su amargura.
Me parece importante asociar felicidad y familia porque así
es la realidad radical y desnuda, sin engaños ni evasiones. Lo expone con
sabiduría Viktor Frankl: «Fue entonces cuando aprehendí el significado del
mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan
comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor.
Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede
conocer la felicidad —aunque sea sólo momentáneamente— si contempla al ser
querido».
O sea, felicidad y familia siempre fundidas.
Este artículo fue publicado en el periódico El Día.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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