Víctor Yanes
La nitidez de mis ojos viendo la audaz aproximación hacia
la gloria. Aún recuerdo la hora en torno a la que sucedió el hecho definitivo:
18:30, un rugido de gargantas alegres cubrió el cielo de Santa Cruz, igual que
una espontánea bóveda de euforia imprevista. La explosión temblorosa de todos
nosotros, espectadores de la derrota común y frecuente que se encuentran,
inesperadamente, con una victoria, con la enorme victoria que regala, a los
aficionados incondicionales, el heroísmo no antes visto de las piernas de unos
jugadores humildes de modestas trayectorias.
El talento, en el fútbol, a veces se transforma en un
ejercicio de corazón sin cabeza y disfrutamos de la maravillosa perfección
milimétrica de la pasión primaria del instinto.
Tenerife 3 Real Madrid 2, el 7 de junio de 1992, domingo
previo al inicio del verano… y el CD Tenerife, pequeña entidad, minúscula
anécdota del fútbol hasta esa fecha, con un estadio que guardaba un misterioso
encanto romántico por la estructura vetusta de sus gradas, había confiado las
posibilidades de permanencia en la élite del balompié nacional a un joven de 36
años, no iniciado en los banquillos y que se llamaba Jorge Valdano. Con él vino
un teórico de la originalidad, Ángel Capa, técnico proclive al lenguaje culto
pero afín, ambos, Jorge y Ángel a una manera concreta de entender y practicar
el fútbol.
La puesta en escena de estos dos personajes, su llegada a
la isla, sus elegantes presencias respectivas y, sobre todo, la valentía de
hacer jugar al Tenerife igual que lo hacía un coloso como el FC Barcelona de
Johan Cruyff, envió al club chicharrero a las altas cumbres de la
capitalización total del fútbol.
El Tenerife dejó de ser un equipo perdedor el día que
derrotó al Real Madrid de la "Quinta del Buitre “, aquella generación de
geniales y brillantes futbolistas que arrollaron a sus rivales, con la elevada
calidad de su fútbol, en la segunda mitad de la década de los ochenta. Cayó el
club blanco ante un equipo humilde con jugadores como Toño, o el portuense
Toni, o Manolo López, el “gato de Arucas”, hombres corrientes de fútbol, con
mudas pero eficientes trayectorias dadas al sacrificio y a las escasas
manifestaciones de reconocimiento mediático. Una tipología de jugador peleón y
técnico, sacudido por el zarandeo continuo de su amor propio y su decencia
ética, tan en desuso hoy en el despiadado mercado del fútbol.
La tarde del domingo 7 de junio de 1992, mientras las
últimas luces del día dejaban un rojizo reflejo sobre las montañas de Anaga,
todos los que habíamos sufrido, durante años, la mediocridad de resultados del
Tenerife, sus atávicos conflictos con la autoestima o partidos infames con
equipos desconocidos e insignificantes que representaban parte de la variopinta
identidad geográfica de media España, nos pellizcábamos los brazos para saber
si estábamos soñando cuando Pier, en una desastrosa intervención de Paco Buyo,
culminaba con un gol de astuto oportunista, una remontada con estricto sentido lírico.
Pier, otro portuense con aspecto de chico travieso y tímido
que no quiere molestar y que, con el paso de los años y una vez fuera de la
isla, alzó el soberbio movimiento de su cabeza para rematar con rabia el
propósito cumplido de ser un gran futbolista.
Aquella tarde disfrutamos, por fin, derribando las altas
mitologías de la autoridad del fútbol, dimos el primer paso, de relevante
importancia, para trascender, como club, nuestro propio carácter acomplejado de
eterno perdedor.
7 de junio de 1992, veinticinco años hace y lo recuerdo
todo con absoluta nitidez. La felicidad, todo lo efímera e insustancial que se
quiera, pasaba a ser parte de la historia ya colectiva del CD Tenerife.
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