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sábado, 6 de mayo de 2017

CONTRA LA LIBERTAD (PARTE I)

Víctor Yanes

Sabemos que no corren buenos tiempos para ser libre. La libertad tiene ese carácter arrogante que nos empuja a intentar violar determinados absurdos presentes en los rigores normativos. Desobedecer para, seguidamente, obedecer un deseo individual de libre expresión, es directamente incompatible con esta descomunal esfera de miedo mayoritario, que representa hoy, un claro signo identificativo de nuestro tiempo.

Si no hubiesen existido personalidades verdaderamente libres, temperamentos valientes que afrontaron, arriesgándolo todo, los retos de un mundo que debe y tiene que evolucionar, qué sería de nosotros. Se lo debemos. Sí, son los mártires de la libertad y poco nos acordamos de ellos.

No estamos dispuestos, desde nuestros cómodos sillones de ciudadanos que se sienten capacitados para elaborar juiciosos análisis plagados de verborrea más o menos vistosa, a arriesgar ni lo más mínimo. Es una lástima. Un pesado lamento, propio de personas derrotadas, emiten las bocas que pertenecen a densas cabezas pensantes que no arreglan y prácticamente no mejoran el precario estado de salud de la libertad. La libertad más esencial es la que se aleja de los temores imaginarios a articular los verbos incisivos de la protesta y pronunciar palabras que crean una atmósfera de provocación, desencadenándose una escandalosa carcajada de aprobación o un grito (igualmente valido) de ira contra la presunta inmoralidad. Ambas reacciones son parte del juego de la libertad, la igualdad en el derecho a la publicidad de estas voces diferenciadas y antagónicas es la meta real, inalcanzable; la democracia de las convivencias difíciles pero posibles, entre grandes discutidores que rivalizan, como estúpidos, en sus básicas incompatibilidades.

Hoy agitamos con demasiada facilidad esa vanidad malherida de legionarios dispuestos a defender la grandiosa idiotez de creer incuestionables nuestras causas políticas, filosóficas, ideológicas o espirituales, porque nuestro estilo de vida y de pensamiento no admite mordaces discrepancias y menos aún ejercicios humorísticos o satíricos. Amenazamos con afilar la artillería del discurso conservador, sintiéndonos ofendidos, en nuestra dignidad como seres sin confianza y plegados, en exceso, a unas ideas que han dejado de ser pensamientos respetables o parte de la cosmovisión particular o colectiva, para convertirse en ideas sentidas igual que posesiones o sacramentos que merecen un reverencial respeto por encima de cualquier otra consideración, cediendo así, gran parte del terreno al hedor fundamentalista de la intransigencia.

Una seriedad gris, que no pertenece a los corazones libres que viven sin sentirse ofendidos. La obsesión por la seguridad contamina nuestros movimientos. Volvemos al rebaño conservador o al rebaño progresista, sucumbimos a la deplorable catalogación maniqueísta de lo bueno y de lo malo y qué debe censurar o dejar de censurar un buen soldado de la causa izquierdista o de la causa conservadora, aunque nombrar aquí la palabra “conservador” no sea tal vez decir mucho, no diferencia realidades. El conservadurismo en su versión más insoportablemente mojigata mancha y denigra todo, alcanza hasta los reductos más revolucionarios de la izquierda política. Mata la expresión que alude a la más esencial libertad de hablar, escribir palabras, versos, notas, discursos ingeniosos de la risa, de la sátira. Mata todo. Prima la decadencia total de las ideologías y del pensamiento. En el fondo amamos la prohibición de la burla, amamos perseguir casi con tanques en la calle y comisarios de la buena moral revisando los contenidos de la burla, lo en exceso provocativo. Estamos inmersos en un océano de claustrofobia dialéctica.

El problema comenzó cuando perdimos la inocencia y le metimos un chute de rancia racionalidad política a todo y empezaron a aparecer en la escena unas figuras muy inquietantes, que inventaron el muy sutil mecanismo publicitario formal de lo políticamente correcto.

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