Víctor Yanes
Sabemos que no corren buenos tiempos para ser libre. La
libertad tiene ese carácter arrogante que nos empuja a intentar violar
determinados absurdos presentes en los rigores normativos. Desobedecer para,
seguidamente, obedecer un deseo individual de libre expresión, es directamente
incompatible con esta descomunal esfera de miedo mayoritario, que representa
hoy, un claro signo identificativo de nuestro tiempo.
Si no hubiesen existido personalidades verdaderamente
libres, temperamentos valientes que afrontaron, arriesgándolo todo, los retos
de un mundo que debe y tiene que evolucionar, qué sería de nosotros. Se lo
debemos. Sí, son los mártires de la libertad y poco nos acordamos de ellos.
No estamos dispuestos, desde nuestros cómodos sillones de
ciudadanos que se sienten capacitados para elaborar juiciosos análisis plagados
de verborrea más o menos vistosa, a arriesgar ni lo más mínimo. Es una lástima.
Un pesado lamento, propio de personas derrotadas, emiten las bocas que
pertenecen a densas cabezas pensantes que no arreglan y prácticamente no
mejoran el precario estado de salud de la libertad. La libertad más esencial es
la que se aleja de los temores imaginarios a articular los verbos incisivos de
la protesta y pronunciar palabras que crean una atmósfera de provocación,
desencadenándose una escandalosa carcajada de aprobación o un grito (igualmente
valido) de ira contra la presunta inmoralidad. Ambas reacciones son parte del
juego de la libertad, la igualdad en el derecho a la publicidad de estas voces
diferenciadas y antagónicas es la meta real, inalcanzable; la democracia de las
convivencias difíciles pero posibles, entre grandes discutidores que rivalizan,
como estúpidos, en sus básicas incompatibilidades.
Hoy agitamos con demasiada facilidad esa vanidad malherida
de legionarios dispuestos a defender la grandiosa idiotez de creer incuestionables
nuestras causas políticas, filosóficas, ideológicas o espirituales, porque
nuestro estilo de vida y de pensamiento no admite mordaces discrepancias y
menos aún ejercicios humorísticos o satíricos. Amenazamos con afilar la
artillería del discurso conservador, sintiéndonos ofendidos, en nuestra
dignidad como seres sin confianza y plegados, en exceso, a unas ideas que han
dejado de ser pensamientos respetables o parte de la cosmovisión particular o
colectiva, para convertirse en ideas sentidas igual que posesiones o
sacramentos que merecen un reverencial respeto por encima de cualquier otra
consideración, cediendo así, gran parte del terreno al hedor fundamentalista de
la intransigencia.
Una seriedad gris, que no pertenece a los corazones libres
que viven sin sentirse ofendidos. La obsesión por la seguridad contamina
nuestros movimientos. Volvemos al rebaño conservador o al rebaño progresista,
sucumbimos a la deplorable catalogación maniqueísta de lo bueno y de lo malo y
qué debe censurar o dejar de censurar un buen soldado de la causa izquierdista
o de la causa conservadora, aunque nombrar aquí la palabra “conservador” no sea
tal vez decir mucho, no diferencia realidades. El conservadurismo en su versión
más insoportablemente mojigata mancha y denigra todo, alcanza hasta los
reductos más revolucionarios de la izquierda política. Mata la expresión que
alude a la más esencial libertad de hablar, escribir palabras, versos, notas,
discursos ingeniosos de la risa, de la sátira. Mata todo. Prima la decadencia total
de las ideologías y del pensamiento. En el fondo amamos la prohibición de la
burla, amamos perseguir casi con tanques en la calle y comisarios de la buena
moral revisando los contenidos de la burla, lo en exceso provocativo. Estamos
inmersos en un océano de claustrofobia dialéctica.
El problema comenzó cuando perdimos la inocencia y le
metimos un chute de rancia racionalidad política a todo y empezaron a aparecer
en la escena unas figuras muy inquietantes, que inventaron el muy sutil
mecanismo publicitario formal de lo políticamente correcto.
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