Víctor Yanes
Veteranos, vacas sagradas, sonrientes traidores, felices
poetas, juventud tocando en la puerta.
Ya no es tiempo de
memorables manifiestos. La significativa presencia de la celebrada reunión de
escritores y artistas en general, tan relevante en otros tiempos, ha dejado
paso a una desmotivadora versión de altivez con menor buen gusto y talento. La
influencia de los campos magnéticos de la camarilla de vanidad grasienta es, en
ocasiones, una aspiración a acercarse a una teórica (o no tan teórica)
influyente autoridad.
Me gusta observar el
paso del tiempo, ser testigo tanto de la evolución como del deterioro y
decrepitud de las buenas ideas, y desde fuera, desde lejos, presenciar el show
deplorable de los imitadores de genios. He visto un buen puñado de buenos
escritores que, paulatinamente, se han ido convirtiendo en una sombra muy
empobrecida de la “gloria”, el desparpajo y la naturalidad que un día llegaron
a poseer. Renunciaron a todo ese valor de la frescura y la coherencia, perdiendo
así, como escritores, su lugar en el mundo.
Tal vez sea cuestión de
saber establecer unas mínimas prioridades. No es fácil estar en dos cosas a la
vez. Aprender a escribir bien, entregarse a ese impulso de necesidad creativa, presentar
públicamente el resultado del esfuerzo y conseguir ostentar un cómodo sillón de
ilusoria autoridad intelectual, no es fácil. En la lucha encarnizada entre esos
dos mundos, prácticamente incompatibles, el de la soledad del trabajo por un
lado y, por otro, el del aplauso y el deseo de no ser contrariado en aspectos referentes
a la propia obra, las conclusiones suelen ser siempre las mismas: el escritor
deja de escribir bien para dedicarse a otro tipo de ejercicios cosméticos con
la propia vanidad. La relación con nuestro reconocible narcisismo es sumamente
conflictiva, qué duda cabe.
Ya no es tiempo de
manifiestos culturales. El argumentario bien elaborado y presentado en forma de
documento de presunta relevancia social, no tiene recorrido. Tampoco tiene
recorrido el abuso de la voz de la experiencia o concederles un valor
superlativo a todas las trayectorias de los veteranos luchadores de la palabra.
Trayectorias dignísimas y respetables, pero que no deben seguir siendo el único
anclaje, ya que clama una urgencia básica de no perder el contacto con la
realidad, con otra realidad, muy distinta a la que estos hombres y mujeres, de
dilatada travesía literaria, construyeron.
Debemos mirar hacia la
juventud. Es sorprendente ver cómo la misma película se repite una y otra vez,
a lo largo de las décadas y de las diferentes generaciones. Algunos amigos, consagradas
figuras de las letras canarias, hablan de la juventud, de lo que fue su lejana
juventud, como un espacio legendario que tienden a idealizar, pero cuando ven
el movimiento de la juventud de otros muchos más jóvenes que ellos, lo único
que parece preocuparles es que no les arrebaten su espacio de vacas sagradas con
pesadas digestiones.
Seré deliberadamente
lacónico. En la medida en la que los escritores de cierta edad y sólida
trayectoria (no todos, existen casos y casos) no giren sus ojos cariñosos hacia
la descarada ilusión de carne fresca de la juventud, el aburrimiento soberano
hará fracasar cualquier intento por difundir cultura más allá de los amigos,
familiares, compañeros, colegas de oficio o sonrientes traidores.
Hay una forma muy
distinta de hacer las cosas. Los veteranísimos laureados o reconocidos hasta la
pesadez están, a veces, demasiado preocupados en ejercer su derecho a envejecer
tranquilos, porque han invertido muchas horas de trabajo en conquistar su tan
merecido como inútil espacio de seguridad.
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