Carlos Felipe Martell
Después de estar diez
años sentado en las gradas de diversas canchas y pabellones deportivos, viendo
entrenamientos y partidos de baloncesto, hoy quiero resumir en unas líneas mis impresiones
tras oír lo fuerte que laten los corazones en el mundo del deporte. ¿Por qué lo
hacen? ¿Por qué laten con tanta ferocidad los corazones de directivos, técnicos
y aficionados? Quiero dejar claro que este artículo se centra exclusivamente en
el deporte de base, en niñas y niños con edades comprendidas entre siete y
diecisiete años. En un momento dado, cuando mi hijo decidió que era hora de
dejar el baloncesto para centrarse en sus estudios universitarios (mi hijo es
la razón de mis diez años de peregrinaje por las canchas), decidí recoger en nostálgicos
apuntes diversas anécdotas, comportamientos, situaciones vividas en
entrenamientos y partidos… Leyendo después esos apuntes me di cuenta de que
tenía registrados muchos momentos más propios de una película de terror, o de
humor absurdo, que de la propia realidad. El paso siguiente fue escribir “Una
semana… ¿de básquet?”, un relato socarrón, con mucha mala baba, para despellejar
los comportamientos aberrantes por parte de los adultos en el escenario del
deporte infantil. Pero esa es otra historia... O no. Realmente es la misma
historia que voy a narrar aquí, solo que el relato la trata en forma de cuento.
En este artículo quiero ponerme más serio.
Soy una persona con una
extraña capacidad (llámese manía o curiosidad) para estar en una grada deportiva,
evadirme del juego y centrarme de lleno en el entorno. El entorno es la clave
para entender la violencia en el deporte. Has leído bien, he dicho “violencia
en el deporte” a pesar de que la irrupción de dicha expresión en este artículo resulte
demasiado brusca. La violencia en el deporte, en contra de lo que pueda
parecer, es mucho más frecuente de lo que pensamos. La violencia en el deporte
no son solo esas agresiones aisladas, tan mediáticas, que ocurren casi cada fin
de semana en diversos lugares y en diversos deportes (principalmente en el
fútbol). No. La violencia en el deporte es más cotidiana, está en cientos de
canchas, pabellones, y estadios, pero casi siempre es verbal y no pasa de ahí.
Al no pasar de ahí, no llega a los medios de comunicación. Cuando un energúmeno
le grita a un árbitro para protestar su labor, eso es violencia. Cuando un
energúmeno abuchea a un niño que va a tirar un penalti o un tiro libre, eso es
violencia. Y así podríamos continuar con decenas de ejemplos. Existe una franja
invisible, muy débil, que separa la violencia verbal de la física. Cuando se
atraviesa esa fina línea es cuando nos alertamos. Error. El mundo del deporte
no es preventivo; siempre se espera a que se llegue a las manos para actuar.
Pero ¿de quién es la
culpa de todo este desatino? Voy a dar mi punto de vista. Es un punto de vista
desde la grada, pero mirando más allá de la grada. Yo lo veo como un círculo
dividido en compartimentos que gira a gran velocidad. Igual que una noria. En
uno de los vagones de la noria tenemos a la gente que rebuzna en la grada. Ese
es el elemento más peligroso, de acuerdo, pero no el máximo responsable.
Siempre los encañonamos a ellos, siempre buscamos terapias y soluciones para pacificar
o castigar a los aficionados más alterados. Pero, si lo pensamos con calma, es
difícil modificar los comportamientos de personas con caracteres extremos, y
sobre todo será más difícil si nos movemos en un ambiente densamente pasional. ¿Dónde
están entonces las responsabilidades? Por encima de esos aficionados, en un
segundo vagón, están los clubes, los directivos, continuamente soplando en las
orejas de madres y padres unas instrucciones en forma de frase imperativa: “Hay
que ganar”. ¡Hay que ganar! Es obvio que así alteramos más a los pasajeros del
primer vagón. ¡Hay que ganar! Estoy convencido de que si tú, a los energúmenos,
les susurraras un poco de sentido común, se amoldarían de lujo.
Tercer vagón. Por
encima de los clubes, por encima de esos directivos del “hay que ganar”, de
esos directivos que presionan a aficionados y a entrenadores, están las
federaciones deportivas. Las federaciones intentan evitar la violencia en el
deporte, nadie lo discute, pero lo hacen con una restricción enorme, y ese es
el meollo de todo. Esa restricción es la propia razón de ser, de existir, de
una federación. Las federaciones recogen estadísticas, anotan victorias y
derrotas, confeccionan tablas clasificatorias… Ganadores y perdedores. ¡Hay que
ganar! ¡Y estamos hablando de niñas y niños haciendo deporte! La rueda no acaba
aquí. Por encima de las federaciones está la sociedad, es decir, el primer
vagón, las madres y padres de los niños que están jugando, que lo que quieren
es ganar. Todos quieren ganar.
La rueda gira muy
rápido, por lo que es difícil saltar y salir fuera de ella. Por eso, los que
están dentro son incapaces de leer más allá del “hay que ganar”. La
trascendencia. La maldita palabra “trascendencia”. La importancia de ganar y
perder. La palabra cruel. Cruel es que al final de un partido de baloncesto (o
de cualquier otro deporte) la mitad de los niños estén pegando botes,
histéricos, porque han ganado de un punto (y sus padres imitándoles en las
gradas) mientras la otra mitad de los niños están llorando porque han perdido
de un punto. Lo peor, el masoquismo aparejado, consiste en que el próximo fin
de semana será al revés: los que hoy ríen llorarán, y los que hoy lloran
reirán. Y una cosa no compensa a la otra, sus vidas emocionales no son
equilibradas, pues la dispersión no genera equilibrio. En el caso de los padres
es aún peor. Tú no puedes ir a un estadio o pabellón para extasiarte o sufrir
según el resultado. Eso, a nivel mental, es insano.
Creo que la droga más
adictiva que existe en el mundo es la droga de la grada, ya que es difícil no
caer en ella. Cuando tú ves a tu alrededor a miles de rostros descompuestos,
insultando a un árbitro por ser el causante de tantas injusticias que dañan a
tu propio hijo, es difícil no convertirte en uno de ellos.
La receta. Es sencilla,
pero el mundo del deporte jamás me la comprará. Sería un lujo que en el deporte
de base no existiera la trascendencia, que no fuera importante ganar o perder,
que no se llevaran marcadores ni registros de vencedores y vencidos. El niño
disfrutaría jugando, los padres, en vez de mirar al marcador, mirarían a sus
hijos. Pero no te olvides, y te lo digo
a ti, público, que en el fondo tú quieres ganar. Y si quieres ganar, atente a
las consecuencias, porque si tú ganas otro pierde.
Yo no creo en ese
tópico de que en la vida a veces se gana y a veces se pierde. En la vida se
camina, solo eso. Lo que ocurre es que algunos avanzan y otros retroceden. Y
aquel que siempre está pensando en ganar o perder está retrocediendo. Mucha
gente del mundo del deporte, quizá para justificar su posición enrocada,
utiliza como argumento que la vida es una selva y hay que ser competitivos, de
manera que el deporte de base es una enseñanza al respecto. Bien, pues yo, al
menos yo, no soy nada competitivo. Y vivo bien, muy bien. Estoy seguro de que
el propio hecho de no ser competitivo tiene muchísimo que ver en vivir bien.
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