Salvador García Llanos
La controversia de las cuentas del Ayuntamiento del Puerto
de la Cruz lleva caracterizando la vida municipal desde hace unos cuantos años,
bien es verdad que parece interesar a poca gente, a unos contados agentes
sociales: su complejidad y su interpretación, unidas a múltiples circunstancias
de naturaleza política y estructural, hacen una polémica difícil de entender y
de la que derivan de vez en cuando ataques y contrataques de los grupos
corporativos que se lanzan los trastos contables en una suerte de singular
pugilato para hacer ver quién administra o quién gestiona mejor los recursos.
Menguantes, por cierto.
Es difícil encontrar en toda la geografía insular -si nos
apuran, regional- un contencioso tan intrincado en el que, durante mucho tiempo
-más del deseado-, las consecuencias apuntaron un permanente aura de
negativismo que propende a dificultades de supervivencia económico-financiera,
mientras escaseaban o no aparecían las alternativas, se agigantaba la realidad
de una institución anquilosada cuya proyección mediática desprendía muchas
luces y pocas sombras en tanto que la ciudadanía asistía, entre escéptica,
indolente e indiferente, a un debate poco productivo desde el punto de vista de
la aportación de soluciones.
El malogrado Juan José Acosta, economista, quien fue
presidente de la comisión de Hacienda del Ayuntamiento, concejal-delegado y
gerente de la sociedad pública Pamarsa, que promovió con denuedo y solvencia
hasta donde le fue posible, ofreció, hace ahora treinta años, unas plausibles
explicaciones a propósito del superávit que registraba la liquidación del
Presupuesto General Ordinario del ejercicio de 1986: veinte millones de
pesetas, en números redondos. El programa económico municipal de ese ejercicio
se elevó a tres mil trescientos sesenta y siete millones de pesetas. Por
segundo año consecutivo, las cuentas arrojaban un saldo favorable pues en 1985
la diferencia positiva se elevó a ciento un millón de pesetas.
En una información publicada por el periódico Jornada,
Acosta afirmó que “tanto el déficit como el superávit pueden constituir un
síntoma de una gestión deficiente, porque lo que importa a un organismo público
es la prestación de servicios a la sociedad”. Para bien, ese sigue siendo un
elemento primordial de cualquier discurso político, teñido del color que sea.
La población no podrá mucha atención en las cuentas públicas pero sí repara en
las prestaciones que recibe a partir de su financiación con las contribuciones
en forma de tasas y tributos. Quiere, además, servicios de calidad, que estén a
la altura de esas aportaciones periódicas. No son exigencias desmesuradas: en
la sociedad de nuestros días, es lo mínimo que se puede esperar.
Lamentablemente, los niveles han descendido, cuantitativa y
cualitativamente. Servicios que en su día fueron punteros y avanzados, con una
cobertura bastante estimable, han ido mermando, hecho inducido por el problema
estructural al que hemos hecho referencia y por la sucesiva acumulación de
factores que han tenido maniatada la capacidad del Ayuntamiento, no ya para
invertir -que esa parece borrada de los esquemas- sino para el mantenimiento de
los servicios y el cumplimiento de las obligaciones.
La clave está pues ahí, en la mejor y más equilibrada
prestación. Y cuando son necesarias algunas determinaciones para el manejo
presupuestario, el objetivo debe ser evitar el incremento del endeudamiento y
los desfases que hipotecan. Lo importante es que los administrados no sufran,
no sean los perjudicados. Una visión menos cortoplacista y sustanciada de forma
más realista es muy recomendable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario