José Sebastián Silvente
Siempre he creído que los efectos nocivos que provoca la
alucinación son comparables a los que provoca la ignorancia.
Al respecto dejo aquí un pequeño relato que, aunque
ficticio, puede servir como testimonio de mi aseveración.
El agua caía a cántaros… Sin nada para protegerme, buscaba
algún sitio donde guarecerme y esperar a que escampara, para poder llegar al
bar donde solía echar unas partidas a las cartas con los amigos.
No había recorrido largo trecho todavía, cuando tropecé con
el gran portón de un edificio, algo vetusto, del que nunca me percaté y que me
impresionó. Decidí quedarme y protegerme en su entrada.
En esta situación, observaba que algunas personas entraban
y salían de allí con gesto placentero.
Como no parecía que fuera a dejar de
llover pronto, llevado de mi curiosidad las seguí. “Quizás, pensaba, habrá
algún espectáculo cómico, o tal vez algún salón recreativo, en donde pasar el
tiempo hasta que deje de llover”.
Después de recorrer un corto pasillo, entramos en una gran
sala muy extraña; ni rastro de máquinas recreativas y… no; no había ningún
espectáculo. Por azar, mi vista se desvió hacia las paredes, las cuales estaban
llenas de cosas raras… parecían nichos de madera alargados que yo desconocía.
Por un momento quedé sorprendido al ver que la gente cogía muchas de esas cosas
apiladas allí, que a mí me producían cierta sorpresa, y se las llevaban a una
mesa, en donde las manoseaban y fijaban en ellas largamente los ojos,
permaneciendo inmóviles y en silencio durante mucho rato. Algunos movían
levemente los labios, como si rezaran.
De la sorpresa, pasé a una especie de incomodidad, ya que
todo permanecía en el más absoluto silencio, y para lo cual no tenía respuesta.
Tuve la sensación de que había entrado en un lugar siniestro, lleno de gente
igualmente rara. Comencé a sentirme nervioso, azorado, y decidí volver hacia la
salida.
Pero, resultó que, por muchos pasos que daba, no la
encontré y, sin poderlo evitar, mis pies me llevaban, cada vez más, hacia una
especie de laberinto con muchos pasillos, cuyas paredes estaban igualmente
repletas de todos aquellos nichos de madera, con todas esas cosas raras.
Comencé a experimentar una zozobra creciente y a notar que el sudor mojaba mi
frente.
Me dirigí, alarmado, a la gente, con la intención de que me
indicaran la salida a la calle y, aún quedé más desasosegado cuando observé,
con estupor, que nadie parecía atender a mis angustiadas preguntas y todos me
mandaban guardar silencio. Una sensación de malestar e impotencia se iba
apoderando, cada vez más, de mí.
Alguien, sin embargo, me señaló con el dedo hacia una
dirección y, como un autómata, corrí hacia ella. Pero… otra vez mis pies, que
parecían no obedecerme, me llevaban, irremediablemente, más adentro y un temor
inmenso fue invadiéndome ante lo que mis ojos contemplaron:
En uno de esos pasillos apareció ante mí un enjambre de
fantasmas, con brillantes armaduras y plumas en sus cascos, que luchaban entre
sí cortando cabezas y miembros, a la vez que gritaban el nombre de un tal
Aquiles y un tal Héctor, a los que yo desconocía, y mirándome amenazantes con
espeluznantes bramidos, parecían querer darme muerte.
Retrocedí espantado y, dando tumbos, como si estuviera
borracho, tropezaba aquí y allá, tratando de esquivar aquella marabunta. Quería
gritar, pero mi voz no me obedecía. De repente, una horrible y gigantesca
figura con un solo ojo apareció ante mí, gritando: “¡Nadie, me ha hecho daño!” ¡”
¡Nadie, me ha hecho daño”! Corrí, corrí,
corrí…
Cuando creí estar a salvo, después de un gran rato
corriendo y tropezando con todo lo que encontraba a mi paso, con el corazón en
un puño, di con otra estancia. Allí pude ver a mucha gente que chillaba, con
gritos desgarrados, alargando los brazos, como si quisieran atraparme, mientras
se consumían en lo que parecía ser el mismísimo infierno y gritando los nombres
de un tal Dante y un tal Virgilio.
Quise chillar, como un poseso, pidiendo auxilio, pero sólo
sentí que me ahogaba. Nadie me podía oír; nadie parecía inmutarse y seguían
como autómatas, en sus asientos, sin levantar la vista de esos objetos raros.
De pronto, sentí todo mi cuerpo bañado en un sudor frío, que agudizó mi pánico.
Presa de la angustia, creí que el corazón me estallaría de
un momento a otro y buscaba, con verdadero terror, la salida sin saber hacia
dónde corría: sólo pasillos y más pasillos, plagados de seres extraños. Y, así,
en uno de ellos me encontré con un loco que llevaba un plato de barbero en la
cabeza, montado sobre un caballo muy flaco y que me amenazaba con una lanza,
llamándome bellaco, malandrín, follón y no sé qué cosas más… pero igualmente
amenazantes.
Más allá, otro loco miraba con ojos desorbitados una
calavera que sostenía en su mano, diciendo frases desconocidas, que yo no
entendía: algo así como “tubí o no tubí…”
Volví aterrado sobre mis pasos y, al fondo, una gran ballena blanca
parecía que me iba a tragar en unos instantes.
Jamás olvidaría aquella gigantesca boca. Temí que mi pecho iría a
explotar y, espantado e incapaz de moverme, estuve a punto de sucumbir a todo
lo que allí pasaba y dar por terminada mi existencia.
De pronto, cuando ya sentía perder el conocimiento, divisé
a lo lejos lo que parecía ser la salida, iluminada por un cañón de luz de la
calle ¡Una tabla de salvación! ¡Esa era la salida que yo estaba buscando!
Un último instinto de supervivencia me arrastró hacia aquel
lugar, hacia ¡la vida! Sin apenas detenerme a pensarlo, comencé a correr
despavorido hacia ese lugar y, mientras lo hacía, miraba espantado a la gente
que, sorda ante mis gritos de alarma, parecía entusiasmada, mezclándose con
espectros que cambiaban constantemente de forma. Algunos eran gigantes, otros
enanos… otros animales de todas clases: elefantes, ciervos, ratones perros, cerdos,
patos… ¡los más, me miraban, me hablaban y se reían!
Por fin, alcancé la puerta. ¡Estaba a salvo! Contuve el
aliento y, exhausto, miré a todos lados, buscando una señal que me indicara qué
lugar era ese en el que, por error, me había metido y al que prometí no volver
jamás.
Alcé la mirada…arriba, en el dintel de la puerta, había
algo brillante que cegaba mis ojos y que apenas distinguía. Me acerqué
despacio… con sigilo…expectante… ¡Allí estaba; allí estaba la clave de todo ese
mal sueño; ¡de toda esa borrachera, que pudo costarme la vida!
Un rótulo, encima de la puerta, y una palabra, también
desconocida para mí, rezaba…
B I B L I O T E C A
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