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sábado, 11 de marzo de 2017

ALUCINACIÓN

José Sebastián Silvente

Siempre he creído que los efectos nocivos que provoca la alucinación son comparables a los que provoca la ignorancia.

Al respecto dejo aquí un pequeño relato que, aunque ficticio, puede servir como testimonio de mi aseveración.

El agua caía a cántaros… Sin nada para protegerme, buscaba algún sitio donde guarecerme y esperar a que escampara, para poder llegar al bar donde solía echar unas partidas a las cartas con los amigos.

No había recorrido largo trecho todavía, cuando tropecé con el gran portón de un edificio, algo vetusto, del que nunca me percaté y que me impresionó. Decidí quedarme y protegerme en su entrada.

En esta situación, observaba que algunas personas entraban y salían de allí con gesto placentero. 

Como no parecía que fuera a dejar de llover pronto, llevado de mi curiosidad las seguí. “Quizás, pensaba, habrá algún espectáculo cómico, o tal vez algún salón recreativo, en donde pasar el tiempo hasta que deje de llover”.

Después de recorrer un corto pasillo, entramos en una gran sala muy extraña; ni rastro de máquinas recreativas y… no; no había ningún espectáculo. Por azar, mi vista se desvió hacia las paredes, las cuales estaban llenas de cosas raras… parecían nichos de madera alargados que yo desconocía. Por un momento quedé sorprendido al ver que la gente cogía muchas de esas cosas apiladas allí, que a mí me producían cierta sorpresa, y se las llevaban a una mesa, en donde las manoseaban y fijaban en ellas largamente los ojos, permaneciendo inmóviles y en silencio durante mucho rato. Algunos movían levemente los labios, como si rezaran.

De la sorpresa, pasé a una especie de incomodidad, ya que todo permanecía en el más absoluto silencio, y para lo cual no tenía respuesta. Tuve la sensación de que había entrado en un lugar siniestro, lleno de gente igualmente rara. Comencé a sentirme nervioso, azorado, y decidí volver hacia la salida.

Pero, resultó que, por muchos pasos que daba, no la encontré y, sin poderlo evitar, mis pies me llevaban, cada vez más, hacia una especie de laberinto con muchos pasillos, cuyas paredes estaban igualmente repletas de todos aquellos nichos de madera, con todas esas cosas raras. Comencé a experimentar una zozobra creciente y a notar que el sudor mojaba mi frente.

Me dirigí, alarmado, a la gente, con la intención de que me indicaran la salida a la calle y, aún quedé más desasosegado cuando observé, con estupor, que nadie parecía atender a mis angustiadas preguntas y todos me mandaban guardar silencio. Una sensación de malestar e impotencia se iba apoderando, cada vez más, de mí.

Alguien, sin embargo, me señaló con el dedo hacia una dirección y, como un autómata, corrí hacia ella. Pero… otra vez mis pies, que parecían no obedecerme, me llevaban, irremediablemente, más adentro y un temor inmenso fue invadiéndome ante lo que mis ojos contemplaron:

En uno de esos pasillos apareció ante mí un enjambre de fantasmas, con brillantes armaduras y plumas en sus cascos, que luchaban entre sí cortando cabezas y miembros, a la vez que gritaban el nombre de un tal Aquiles y un tal Héctor, a los que yo desconocía, y mirándome amenazantes con espeluznantes bramidos, parecían querer darme muerte.

Retrocedí espantado y, dando tumbos, como si estuviera borracho, tropezaba aquí y allá, tratando de esquivar aquella marabunta. Quería gritar, pero mi voz no me obedecía. De repente, una horrible y gigantesca figura con un solo ojo apareció ante mí, gritando: “¡Nadie, me ha hecho daño!” ¡” ¡Nadie, me ha hecho daño”!   Corrí, corrí, corrí…

Cuando creí estar a salvo, después de un gran rato corriendo y tropezando con todo lo que encontraba a mi paso, con el corazón en un puño, di con otra estancia. Allí pude ver a mucha gente que chillaba, con gritos desgarrados, alargando los brazos, como si quisieran atraparme, mientras se consumían en lo que parecía ser el mismísimo infierno y gritando los nombres de un tal Dante y un tal Virgilio.

Quise chillar, como un poseso, pidiendo auxilio, pero sólo sentí que me ahogaba. Nadie me podía oír; nadie parecía inmutarse y seguían como autómatas, en sus asientos, sin levantar la vista de esos objetos raros. De pronto, sentí todo mi cuerpo bañado en un sudor frío, que agudizó mi pánico.

Presa de la angustia, creí que el corazón me estallaría de un momento a otro y buscaba, con verdadero terror, la salida sin saber hacia dónde corría: sólo pasillos y más pasillos, plagados de seres extraños. Y, así, en uno de ellos me encontré con un loco que llevaba un plato de barbero en la cabeza, montado sobre un caballo muy flaco y que me amenazaba con una lanza, llamándome bellaco, malandrín, follón y no sé qué cosas más… pero igualmente amenazantes.

Más allá, otro loco miraba con ojos desorbitados una calavera que sostenía en su mano, diciendo frases desconocidas, que yo no entendía: algo así como “tubí o no tubí…”  Volví aterrado sobre mis pasos y, al fondo, una gran ballena blanca parecía que me iba a tragar en unos instantes.  Jamás olvidaría aquella gigantesca boca. Temí que mi pecho iría a explotar y, espantado e incapaz de moverme, estuve a punto de sucumbir a todo lo que allí pasaba y dar por terminada mi existencia.

De pronto, cuando ya sentía perder el conocimiento, divisé a lo lejos lo que parecía ser la salida, iluminada por un cañón de luz de la calle ¡Una tabla de salvación! ¡Esa era la salida que yo estaba buscando!

Un último instinto de supervivencia me arrastró hacia aquel lugar, hacia ¡la vida! Sin apenas detenerme a pensarlo, comencé a correr despavorido hacia ese lugar y, mientras lo hacía, miraba espantado a la gente que, sorda ante mis gritos de alarma, parecía entusiasmada, mezclándose con espectros que cambiaban constantemente de forma. Algunos eran gigantes, otros enanos… otros animales de todas clases: elefantes, ciervos, ratones perros, cerdos, patos… ¡los más, me miraban, me hablaban y se reían!

Por fin, alcancé la puerta. ¡Estaba a salvo! Contuve el aliento y, exhausto, miré a todos lados, buscando una señal que me indicara qué lugar era ese en el que, por error, me había metido y al que prometí no volver jamás.

Alcé la mirada…arriba, en el dintel de la puerta, había algo brillante que cegaba mis ojos y que apenas distinguía. Me acerqué despacio… con sigilo…expectante… ¡Allí estaba; allí estaba la clave de todo ese mal sueño; ¡de toda esa borrachera, que pudo costarme la vida!

Un rótulo, encima de la puerta, y una palabra, también desconocida para mí, rezaba…

B I B L I O T E C A

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