Víctor
Yanes Garcías
Precisamente
fue el capellán del hospital donde los
enfermos terminales van a morir, el que procuró, con unas breves palabras en
forma de rezo cantado, un ambiente de recogimiento y respeto, dentro de aquella
habitación de la unidad de cuidados paliativos.
La
realidad era una sola y fue poderosamente reveladora la soledad monstruosa de
esa realidad insuperable, que pinta un cuadro espantoso, en el que el principal
actor de la escena está a punto de fallecer y en él, no queda ya prácticamente
nada de lo que fue, porque ha desaparecido cualquier remota esperanza y su
cuerpo sobre la cama va descontando las horas para la llegada del doloroso desenlace
de la muerte. Esa realidad terriblemente definitiva está ahí, pero nadie la
respeta, ni la acepta.
¿Qué
hacemos cuando la vida se convierte en un enorme solar sin futuro o cuando el
futuro más inmediato es la desaparición de la vida? No sabemos qué hacer y, en
ocasiones, ni nos permitimos sentir lo que está pasando. Ante el terrible y
primitivo aullido de la muerte nos transformamos en patéticos inválidos
emocionales.
Pero
volvamos a la traumática habitación de la unidad de cuidados paliativos, volvamos
a celda donde el reo, sentenciado por el cáncer, se va apagando. Vienen y van
familiares, amigos, compañeros, parientes, todos me animan… ¿Me animan? Sí, me
animan con tontas conversaciones que no quiero mantener, pero mantengo, con
invitaciones a café que no quiero tomar, pero tomo.
Yo no quiero que me animen,
ni quiero tomar café, no quiero hablar, no es necesario hablar ante el profundo
dolor, buscar conversaciones igual que inválidos emocionales que angustiados, anhelan
la cháchara porque el silencio ante la visión del enfermo terminal moribundo les
debe provocar un insuperable pánico a la incomprensión de lo que están viendo.
Hay un bullicio en el entorno, mientras mi padre se muere. La proliferación de
ruido es el más eficaz recurso para evadir y entretenerse con otras cosas, ya
que la muerte es muy dura y es mejor dejarla tranquila, mirar para otro lado.
Pero ese cura, capellán modesto y tal vez pobre y sin poder alguno dentro de la
gran estructura eclesiástica, el que dio a mi padre las últimas palabras antes
de la muerte, representó lo contrario a la romería humana invasora, compuesta
por inútiles y absurdas visitas de cuñados y antiguos amigos infrecuentes ya en
nuestra vida familiar… ¿A qué fueron, a saciar el morbo de ver morir a una
persona, a quedar bien? ¿Quién ayuda al familiar a gestionar el espacio de la
intimidad en un momento tan duro? ¿No somos capaces de darnos cuenta de que, a
veces, el familiar directo de la persona que está próxima a morir no se
encuentra en disposición psicológica de poner unos límites mínimos y claros? ¿Por
qué se presta tan poco apoyo emocional a los familiares dentro de la unidad de
cuidados paliativos? Luego queda el aletazo desagradable de la culpa.
¿Quién
ayuda, quien asiste y apoya al hijo que acompaña a su padre en el lecho de
muerte, quién acompaña al que acompaña?
El
capellán hablaba, oraba con voz sosegada pero audible y significativa. Mi padre
no se enteró de nada, absolutamente sedado en sus últimas horas, dormía en el
coma y moría lentamente. Él ya no era él, por lo menos como yo lo había
conocido, pero mis hermanos, mi madre y yo si éramos nosotros mismos y
estábamos vivos, aunque derrotados; estábamos vivos y las palabras del capellán,
paradójicamente para un agnóstico como yo, fueron el enorme bálsamo de la compañía.
Habló del paraíso de la vida y de la incomprensión de los vivos que sufren ante
la despedida y el desenlace de la muerte y la ausencia del ser querido.
Reconocer
la labor puntual del capellán, un simple capellán que simboliza a una
institución como La Iglesia en la que, salvando los casos puntuales, no creo, me
señala o clarifica la realidad desalentadora de la frialdad ante la muerte de parte
de los servicios sanitarios, quizá terroríficamente inmunizados con el
fallecimiento diario de personas.
Los
cuidados paliativos: paliar el dolor, evitar que un ser humano experimente
extremos inimaginables de sufrimiento físico, psicológico y espiritual, no debe
limitarse a la administración de determinados fármacos por vía intravenosa ¿Qué
pasa con el dolor emocional de los que asisten a tan desgarrador episodio existencial?
Nuestra sociedad sigue considerando la muerte y todos los complejos
sentimientos y emociones que a ella se asocian o que de ella se derivan, como
parte de una intimidad que forma parte del individualismo de nuestro quehacer
diario. Un enfermo que está en una unidad de cuidados paliativos no es un
enfermo más, en muchos casos, no regresa a casa, muere.
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