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lunes, 5 de octubre de 2015

CORRIDAS DE TOROS, RELATO: ARTE O CRUELDAD, CONTINÚA EL DEBATE.


Rosario Valcárcel Quintana               
                                       
Llámale con el pañuelo, llámale con garbo y modo/ Échale la escarapela al otro lado del lomo. / Llámale majo al toro. / Torero, tira la capa; torero, tira el capote; /mira que el toro te pilla, mira que el toro te coge. /Majo, si vas a los toros, no lleves capa pa torear, /que son los toros muy bravos y algún torero/ le va a matar.
                                                                                     Canción castellana

Lo llamaban Topacio porque según decían muchos sus ojos eran de color ámbar y en su piel dormían los matices del invierno y en su mirada se veía un no sé qué que me atrajo, quizás un murmullo de inocencia o una sombra de dolor. Sólo su rabo reclamaba  juguetón un hogar.
         Se le veía cansado, siempre asustado, y si alguien intentaba acercarse se escondía. No es que tuviera el defecto de ser arisco, sino que a sus padres se los llevaron hacía unos meses y no los había vuelto a ver. Qué desdichado se sentía.
         Nunca me acostumbraré a estar solo.
         Eso decía por lo bajo dando, un resoplido, mientras paseaba con su pena por los vericuetos de las dehesas. Se consideraba inferior a sus compañeros y creía que había nacido en un lugar equivocado.
         Recuerdo la noche en que lo separaron de su madre: lloraron y bramaron con tal brío que nadie pudo dormir, el eco de sus voces hiere aún el aire. Dicen que el dolor de la orfandad suele durar una semana, pero Topacio no perdía la esperanza de reencontrarse con ella. Intuía que ella nunca lo olvidaría aunque estuviese flaca, vieja y ciega, porque lo había acariciado y lamido, y ese aroma maternal no se nubla jamás. Quizás cualquier día –pensaba sin darse cita, mientras vague con sus hermanas de camada, las memorias se reconozcan.
         Pero no era la única desgracia que acompañaba a Topacio. Con frecuencia le decían sus amigos:
         No me gusta tu cuello, no está creciendo con esbeltez y tus pitones no están armónicos.
         Topacio se sentía muy aturdido por los comentarios, parecía como si las desgracias trajeran más desgracias. Él sabía que un toro con un cuello corto malamente podía embestir. Y, aunque eso a él no le importaba, le afectaban los rumores malintencionados. No era brusco, ni alborotador, ni espantadizo y además tenía buenos andares; ese detalle era muy significativo porque revelaba su manera de ser y lo que llevaba dentro.
         Cierto día los numerosos toros y vacas que poblaban nuestro cortijo vieron llegar a un joven con aire de orgullo y pasos solemnes. Se le acercó a Topacio, le gritó con satisfacción y, sintiendo sangre torera en su cuerpo, intentó darle algún capotazo con su camiseta roja. Mi pobre torito lo contempló con mirada generosa. Entonces aquel osado, con arrojo de diestro valiente y creyéndose descendiente de un gran señor feudal, recordó los lances de capa que había presenciado en alguna corrida de toros. Se sumergió en el tapiz de la arena con tal pasión que oyó los clarines y los timbales, percibió el paseíllo, antesala de un hecho atroz.
Y fascinado en su maldito desasosiego, invocó la llegada violenta de aquel ser audaz y de mirada nublada. Se redoblaron sus latidos cuando vio salir a los picadores que sustentan la perversión y la humillación, contaminado por un deseo asesino se le enturbió la inteligencia y se transformó en uno de aquellos toreros.
Hurtando el cuerpo con una soberbia verónica, se le acercó a lo que él creía una fiera y con penosa arrogancia se imaginó a un público levantándose de sus asientos, pero el pobre animal sin trapío, anovillado, lanzó un mugido, escarbó la tierra y tomando carrerilla se alejó todo lo que pudo de aquel muchacho. Nadie socorría a mi torito y sin embargo era él quien huía del acecho de la muerte, quien abría los ojos en busca de un espacio infinito.


A partir de aquel día en que Topacio no acató su destino, los compañeros se hacían tristes reflexiones.
         Tendrá que resignarse a lidiar en plazas de segunda.
         Y será un barrabás ilidiable y cobardón.
         Es cierto que aquella tienta, aquella demostración de bravura, no tuvo resultados satisfactorios; sabía que no podía culpar al viento ni al frío, había un día pleno de luz, pero aquélla no era su faena. Él no podía admitir la arrogancia y frivolidad con que los humanos, entre juegos de tanteos, con muletas o sin ellas, le obligaban con codicia a aguantar una pelea desleal.
         Un día en que Topacio se hallaba despuntando unas hierbas y apartando moscas con el rabo, se le acercó un amigo y dijo:
         Topacio, te traigo una buena noticia.
         ¿Sí? ¿Cuál?
         He visto a tu madre.
         ¿Está viva? ¿No me engañas?
         Ven conmigo y lo verás.
         Los dos emprendieron el camino, subieron una colina árida y triste, llegaron al cerro y entonces el amigo se retiró. Topacio continuó solo, caminaba con sensación de dicha pero de pronto un lento malestar empezó a sangrar su mente. Escuchaba el siseo de las escopetas, veía los cepos asesinos, miraba el cielo plomizo como enlutado. El sendero se le tiñó de amargura. Un mal presagio le perseguía. De pronto encontró a su madre cerca de un riachuelo, escuchando inmóvil el silbido de los cazadores.
         Tu padre acaba de morir.
         A Topacio se le saltaron las lágrimas y sin entender nada preguntó:
         ¿Sufrió mucho?
         La madre no podía contarle; sólo entre hipidos acertó a decirle que, cuando lo iban a apuñalar en la nuca con una gran espada, en un intento desesperado por sobrevivir se resistió a caer en la arena, e hizo esfuerzos casi milagrosos por encaminarse hacia la puerta por la que entró, la que llaman de chiqueros. Pero su aliento era un susurro de dolor y en ese momento la plaza se vino abajo, todos los que estaban en el círculo pedían entre aplausos, pitos y pañuelos que le perdonaran su fatal destino. Qué ironía. ¿Perdonarles ellos la vida? ¿Acaso les pertenecía?
         Mientras se lo contaba, Topacio pensó en lo fría y cruel que debió ser la agonía, o mejor dicho el lento asesinato. Se sintió paralizado también ante la indiferencia y el placer de los humanos, que dicen amar a los animales. Sin poder realizar movimiento alguno, asfixiado, no en su propia sangre como había muerto su padre sino en su propia rabia e impotencia.
Abrazados en el dolor, madre e hijo juraron luchar con todas sus fuerzas por transmitirle al público y al gobierno que muevan los pañuelos una vez más, no para que salga un torero a hombros tras una faena sanguinaria, sino para exponer abiertamente que esta herencia medieval ya no es un emocionante festejo como antaño.
         ¿Hemos progresado?

Relato de mi libro “La Peña de La Vieja y otros relatos”


Blog-rosariovalcarcel/blogspot.com

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