Isidro Pérez Brito
“La
libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron
los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra y
el mar encubre; por libertad así como por la honra, se puede aventurar la vida
y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los
hombres…”. Este fragmento
perteneciente al capítulo cincuenta y ocho de la segunda parte de la conocida
obra de Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, nos da pie en
la tarde de este sábado 29 de octubre de 2011, para reconocer el tesón, el esfuerzo y hasta la generosidad de un colectivo de hombres que durante más de un
siglo supieron llevar por todos sitios, con dignidad y orgullo el nombre los Realejos, desde su
querido Icod el Alto natal.
Sería, desde mi punto de vista, muy extenso a la vez que
apasionante el recorrer a través de la historia la estela de estos aguerridos
hombres que hoy aquí, con esta preciosa obra de arte del amigo Paco Palmero, se
recuerda.
Nombres, apellidos, motes o nombretes, apodos y dichetes, se
entrecruzan en la memoria colectiva que aun está representada por los últimos
cochineros que viven aquí. Pero,
afortunadamente han sido varios los libros y las personas que se han prodigado
a lo largo de los años en el estudio y divulgación de este fenómeno
antropológico del caballero ambulante, del vendedor hábil, del mercader de
productos de la tierra y ultramar que compraba y vendía en su continuo ir y
venir al sur, a La Laguna o a Santa Cruz… Pongamos que hablo de Manuel Lorenzo
Perera, Cándido Hernández García, Cirilo Leal Mújica, Álvaro Hernández Díaz, entre otros. A ellos les
remito para conocer los entresijos de la profesión.
Y es que, según lo veo yo, el cochinero icolaltero
tiene algo de quijote, de aventurero
atrevido, de matador de gigantes, de filósofo popular que todo lo filtra bajo
su perspectiva de vida, en estrecho contacto con la naturaleza, usando para
ello los valores y formas aprendidas antaño, es decir, el cumplimiento de la
palabra dada, la sostenibilidad del medio en el que se mueve, la gratitud y
buen talante hacia aquellos que hospitalariamente dejan sus casas y pajares
para que se cobijen. En definitiva, hombres de los que ya no quedan, parecidos
en creencias y conductas propias de caballeros andantes, con ese respeto a lo
establecido.
El cambullonero de tierra adentro, como a mí me gusta
llamarlo, conocedor de cada recodo y cada piedra de la cumbre, de los atajos y
los pasajes más desconocidos, aquellos que albergaban una vida propia, ausente
de prisas y desesperos, como uno de esos personajes presentes en los pasajes de
la insigne obra del manco de Lepanto.
Don Quijote es un hidalgo de aldea, «de los de
lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor», que tiene,
además, «en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no
llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza»
El
Cochinero es un hidalgo del camino, de los de raposa en los costados, de zurrón
antiguo, mular robusto y lechones guardados, que tiene además, en su casa, una
prole de chiquillos, una mujer fuerte de pura casta, una huerta, un perro y un afilado cuchillo.
Ese arrojo ante la aventura más incierta, con la
adversidad del tiempo atmosférico, con la lucha, a veces agónica, de la
consecución de los recursos necesarios para sacar a la familia adelante, con el
amor a la causa justa, con el estrechar de una mano; todo ello nos habla de un ejemplo a seguir por las
nuevas generaciones…
Sí…, había que estar un poco loco, ser un
quijote, para afrontar con la noche
callada el echarse a caminar con la bestia enseñada por ese monte tinerfeño.
Noche de sueño tranquilo a lomos de mulas inteligentes que sólo se paraban
cuando un peligro a su dueño acechaba.
Noche de tijeras clavadas en cruz sobre la albarda, de
brujas burlonas que jugaban a ser traviesas con estos callados huéspedes que
luego contaban las hazañas en este mismo sitio, en la venta de don Juan el
Pitirri, bebiendo su buche de vino o parra, mientras los presentes con la boca
abierta atendían con los pelos como tachas… ¡Cruz
Perro Maldito!
Días de intenso calor o frío, donde se escuchaban las
típicas llamadas a los vecinos, para que acudieran a la cita con el vendedor de
cochinos. No exenta de algún que otro pasaje pícaro y jocoso, como el que el
grupo folklórico Chasneros canta en su trabajo discográfico “Aromas de
Tradición”:
- ¿Compra cochinos vecino?…
- Cochinos…, que no tengo más que pal gasto
maestro…
- Cómprelos que son igualito a su madre…
- Al consio la suya…
- ¡Pues arreee Muuulo!
Pero, créanme, señoras y señores, Icod el Alto, lugar
de nacimiento de tantas cosas buenas que le han sucedido a Tenerife y Canarias,
como la papa venida de los Andes, el trigo ancestral guanche mezclado con el
traído de las tierras, curiosamente manchegas, el sentido más ancestral del
folklore originario, el que los Alzados prodigan con sumo agrado…, también
tiene la excelsa figura del cochinero que además de ese valor quijotesco, posee algo más que representa la otra parte
del todo. Posee la sabiduría, la experiencia, el conocimiento extenso, tanto de
la tierra que pisa como de la gente que mora en ella…tiene también algo de
Sancho Panza.
“Levantose Sancho con harto dolor de sus huesos, y fue a oscuras
donde estaba el ventero, y encontrándose con el cuadrillero, que estaba
escuchando en qué paraba su enemigo, le dijo: Señor, quien quiera que seáis,
hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino,
que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la
tierra…”
El valor rústico de los
cochineros asemejándolos con ese otro rústico con panza, llamado Sancho, pone
de manifiesto la altura experimental que estos personajes prodigaron durante
tantas decenas de años; el alumno aventajado de la clase, el conocedor de las hierbas y sus propiedades, el que hizo
sus deberes en el negocio, el que dentro
de esa locura del Quijote, puso razones,
cálculos, compras y ventas, pagó dotes, bodas y bateados, perritas que llegaban
a la casa no de esa Venezuela querida, aunque igual de trabajadas , por un lado
entraban y por el otro salían, para pagar el colegio de los chicos, como dijo el
amigo Juan Mesa un día, o simplemente, para borrar de aquella libretita arrugada la droga que había
mantenido con la ventita de turno, desde hacía unas semanas. Aunque no se nos
puede olvidar de los que criaban; para ellos la presencia de una de esas
cochinas era como tener una alcancía en la casa, en forma, claro está, de
rollizo cochinito lleno de monedas.
En definitiva, podemos congratularnos por tener aquí en Icod
el Alto, una denominación de origen, no sólo de la raza de ese cochino negro
que tanto prodiga Eladio Pérez Mosegue con gran acierto en su granja, que esperemos vuelva nuevamente a este municipio
de Los Realejos, sino también un
indudable origen de esta actividad, la
genuina ocupación de unos hombres que ya han hecho historia en nuestra tierra,
con su sudor, sus aciertos y defectos, que también los hubo, pero, por encima
de todo con su valía como protagonistas de la vida misma de Tenerife.
Y termino, como no podía ser de ninguna otra forma, con unos
versos sugerentes, entresacados de la obra poética del insigne escritor
icolaltero, Antonio Reyes Pérez, concretamente de su libro Pleno Silencio.
Dedicadas a este aliciente cultural que desde ahora tiene este bonito pueblo
del Realejo.
guste el fruto agridulce
de una tardía floración.
Tú llegaste lenta y presurosa con tu anhelo,
agitaste el pañuelo de estrellas
que parpadean aún.
Cuando se haga la noche en nuestro derredor
fulgirán con toda su luz.
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