Carmen
Felipe Martell
La Isla de
Los Esclavos se recorta en el horizonte.
Y digo se recorta, no se alza. La isla se
recuesta sobre el océano, aplastada por
el peso de su vergüenza, de su terrible historia no tan lejana en el tiempo.
En mi primer
viaje por el África Occidental, había llevado conmigo una mente abierta, mi gran
capacidad para seguir sorprendiéndome cada día por el latido de la tierra, mi
ya conocido espíritu aventurero y una
inagotable sed de descubrir lo que la vida me ofrece a cada paso. También me
llevé un libro, canto a la tolerancia, que narra una historia ficticia que cada
día parece más y más real:
Los Privilegiados del Azar.
De pronto,
un cayuco interrumpe mi línea de visión, llevando a bordo muchos bultos de
oscuro color.
-¡Son
personas!, pienso mientras mi mente me lleva a las antiguas películas en “blanco
y negro”. Me resulta extraño el doble sentido: hombres negros, cazados por
hombres blancos como si de bestias se tratara, eran hacinados en cuartos de
engorde para que pudieran soportar el largo viaje hasta lejanos lugares de los
que ni habían oído hablar. Perdida para siempre su familia, sus amigos, sus
raíces… y hasta su humanidad. ¡Perdida toda esperanza!
Al final
del viaje: cansancio, hastío, dolor, desarraigo. Al final del viaje, el final
de la vida. El comienzo de un declive de dignidad, de sueños, de autoconfianza.
La isla
dejó atrás la esclavitud en 1848. Y ¿qué ha cambiado?
Hoy,
cayucos como el que tengo ante mis ojos, aún parten desde estas y otras costas
cercanas; ya no son esclavos (¿o quizá
sí?) Venden todo cuanto tienen, pagan un viaje sin retorno a hombres sin honor
que les abandonan ante cualquier contratiempo y, si consiguen avistar nuestras
costas aún con vida, ¿qué les depara el destino?
Al acecho,
antes de que el primero de ellos llegue a pisar la playa, los privilegiados del
azar les esperan para convertir su sueño de libertad en un imposible. Les
esperan para recordarles que, a veces, el peor infierno comienza en la puerta
del paraíso soñado.
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