Carmen Felipe
Martell
EL CASTILLO MÁGICO
Llegué de
noche. El nombre de la villa era muy sugerente: Sádaba.
Después de
tantas horas de carretera, de tantas paradas para café, de tantos variados
paisajes, de tantas nuevas gentes y de tantos caminos solitarios, no podía sino
admirar la mágica belleza de aquel imponente castillo que se alzaba ante mis
ojos.
Mientras
avanzaba hacia él, imaginaba que albergaría la habitación que, con una llamada,
había reservado un par de horas antes, cuando el sueño me vencía en la
carretera. No podía creer en mi suerte.
El camino
entonces, comienza a discurrir en dirección contraria, alejándome de mi
fantasía.
Cuando
finalmente el camino me llevó hasta la colosal puerta de madera del castillo,
ni todo el cansancio del largo camino pudo impedir que me sintiera como la
princesa de los cuentos de mi infancia.
En la
recepción, el elegante conserje que me atendió, dijo algo así como que me
estaban esperando. Se acercó un botones.
Entonces caí en la cuenta; todos vestían ropajes de época, muy a propósito para
un lugar como aquél. El botones recogió la enorme llave que le entregó el
recepcionista y mi equipaje, al tiempo que me pidió que le siguiera.
Toda la
decoración era muy apropiada y me sentí trasladada a otro mundo. Los diferentes
salones por los que pasábamos estaban llenos de piezas de armaduras:
guanteletes, yelmos, cotas de malla, etc. Las chimeneas encendidas añadían a
todo el conjunto una calidez que compensaba con creces la soledad de los
caminos que había transitado para llegar hasta allí.
Todo estaba
dispuesto, como si realmente esperaran mi llegada. El baño preparado con
pétalos de rosa y espuma, la irresistible botella de champán con forma de
antorcha, la bombonera de cristal de Baccarat con los deliciosos bombones…
Junto a la
bañera, un juego de enormes y esponjosas toallas negras; una majestuosa bata de
terciopelo negro, con cuello de encaje dorado y mangas terminadas en punta casi
hasta rozar el suelo, unas delicadas zapatillas, también negras, de pequeño
tacón y pompones de pluma dorada y negra.
El
aromático baño, me traslada a lugares y tiempos que no he conocido y me siento
reconfortada en el cuerpo y en el alma.
Al
despertar la luz entraba a raudales por los enormes ventanales, las flores de
los versallescos jardines que rodeaban la propiedad, traían su aroma hasta mi
principesca cama.
¡Me muero
de hambre!
En ese
momento llaman a la puerta. Un camarero de enorme estatura y aire marcial,
ataviado también con ropajes de otro tiempo, aparece en el umbral portando una enorme
bandeja de plata con un desayuno tan perfecto, como si yo lo hubiese elegido:
Un enorme
jugo de papaya y naranja; una ondilla de macedonia de frutas con kiwi, fresas,
mango, pera y melón, bañado con jugo de naranja y espolvoreado con azúcar y
canela; un cesto lleno de variados panecillos calientes; un plato con pequeños
cuencos que contienen diferentes mermeladas caseras de: higos, cabello de
ángel, grosella negra, naranja confitada, de frutos del bosque, además de
mantequilla y crema de queso a las finas hierbas. Hay también otro cesto con
bollería surtida y pequeñas pastas de manteca, junto a una gran jarra cerámica que sorprendentemente desprende un
fuerte aroma a buen café.
Finalmente,
recuperada la energía y añorando volver al camino, cancelo mi cuenta mientras
el botones deja el equipaje en el maletero del pequeño descapotable que me ha
llevado hasta ese hermoso lugar.
Antes de
subir al coche para dejar atrás aquel espléndido castillo y sus jardines,
vuelvo la vista atrás para impresionar su imagen en mi retina al tiempo que en la
de mi cámara.
¿Cómo es
posible? Lo que he dejado a mi espalda, son las ruinas de un castillo medieval
que, según los vecinos del pueblo, nunca ha alojado a viajeros, al menos no en
lo últimos siglos.
¿Estará mi
espíritu aventurero acabando con mi cordura?
Sentada al
volante de mi Audi descapotable de alquiler, avanzo, y desaparezco integrándome
en el paisaje
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