Javier Lima Estévez. Historiador
La obra del antropólogo francés René Verneau (1852-1938),
bajo el título Cinco años de estancia en
las Islas Canarias, constituye, sin lugar a dudas, un estudio de
interesante consulta y análisis para todo aquel que quiera aproximarse a una
visión de las Islas Canarias contada en primera persona por un francés con
espíritu aventurero que no dudó en dejar por escrito todo lo que veía ante sus
ojos, sin ningún pudor, dibujando la realidad tal y como él la veía, mostrando
en algunos párrafos características relativas al núcleo del Puerto de la Cruz.
Tras dejar La Orotava, describe la gran belleza de la carretera de acceso al
siguiente destino.
Eucaliptos, geranios, rosales trepadores y jazmines marcaban
la realidad de una estampa única. Sin embargo, observa una imagen del lugar
portuense un tanto triste. El Puerto le parece una prolongación del
aburrimiento observado en La Orotava y lamenta aún más esa situación al situarse
ahí un puerto. Un puerto que sólo era frecuentado por barcos de cabotaje y
barcas de pescadores. A pesar de esa situación, confía que la creación de un
sanatorio por parte de los ingleses lograra elevar en algo la animación. Como
dato anecdótico no duda en apuntar la simpatía que generaba entre la población,
especialmente entre los chiquillos, la presencia de algún visitante inglés que,
tras ser observado ataviado con “su casco indio, sus gemelos y su cantimplora
de ginebra en bandolera”, era un objeto fácil de burla. Verneau no duda en
citar la anécdota protagonizada por uno de estos individuos al que le
ofrecieron higos de pico. Los locales estaban sobradamente advertidos de la
necesidad de retirar la cubierta de espinas que recubre la fruta. Sin embargo,
y a pesar de informar al hombre de ello, el inglés se llevó a la boca tal fruta
sin pelar, exclamando lo siguiente: Buena,
pero pica. La risa de los allí presentes fue inevitable.
Verneau también acude al Jardín de Aclimatación, destaca su
belleza y critica el abandono del Gobierno respecto a un espacio al que se le
asignaba una cantidad prácticamente simbólica compuesta por 5.000 francos
anuales. Por ello, explica, el jardinero tiene incluso que vender el grano y
las frutas para poder ganar algo, pues “sin eso le sería difícil que le llegara
el dinero, incluso no comiendo sino gofio”.
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