Iván
López Casanova
Explica
Marco Bersanelli, catedrático de Astronomía y Astrofísica en la Universidad de
Milán, su asombro ante el «privilegio de entender la estructura del orden de la
naturaleza», su admiración porque parecemos hechos para «entrar en relación con
toda la realidad». Se sorprende de que sea posible conocer: «Un regalo
maravilloso que no comprendemos ni merecemos». Pero, sobre todo, concluye que
lo más maravilloso de la investigación científica es que aclara la vertiginosa
situación de la persona humana en el universo, porque «es precisamente el
vértice de toda la historia cósmica donde la naturaleza se vuelve conocimiento
de sí misma, autoconocimiento».
También,
semanas atrás, le preguntaban a José Manuel Sánchez Ron, físico e historiador
de la ciencia y miembro de la Real Academia Española, cuál era para él el mayor
misterio del universo, aquel que le suscitaba un mayor deseo de desvelar. En su
respuesta, afirmó que lo más inexplicable para él era que el ser humano posea
conciencia reflexiva de sí mismo, que podamos salir fuera de nosotros y
pensarnos como identidad. Y, en consecuencia, la «autoevidencia existencial que
nos sitúa en el mundo según nuestra propia elección», al decir del filósofo José
Ramón Ayllón, en distinción absoluta con el resto de las especies.
En su
libro Es posible conocer, Bersanelli narra una conversación con una maestra en
la guardería de sus hijos, de la que se puede extraer muchas consecuencias:
«Una mañana cuando dejé a los niños en la guardería, una de ellas me dijo:
“¡Qué suerte la tuya, que te vas ahora a estudiar todas esas cosas
maravillosas, las galaxias, el universo, mientras nosotras nos tenemos que
pasar el día detrás de estos trastos que enredan todo el rato”». ¿No podríamos,
cualquiera de nosotros, protagonizar este comentario?
Y
continúa el físico italiano: «Entonces me quedé en silencio un momento y le
dije: “No. Si hablas así es que no te has enterado de nada. Si te dieses cuenta
de que esos niños son el mayor fruto, el más precioso, de catorce mil millones
de años de historia del universo, tendrías una impresión distinta de tu
trabajo”».
Porque
educar es trasmitir a los jóvenes, la conciencia que hemos acumulado a lo largo
de los siglos de lo que somos nosotros y la realidad, «las mejores cosas que la
humanidad ha descubierto a lo largo de su historia», según afirma Bersanelli.
Se
trata de buscar el desarrollo del sentido crítico, para que cada niño pueda
forjar su propia identidad sin ser arrollado, uniformizado, por las modas
intelectuales tan cargadas de hedonismo, de hipersexualización de la infancia,
de consumismo y banalidad. Frente a esto, se debe ofrecer, en la familia y en
las aulas, una educación que suscite su capacidad de hacer preguntas, acrecentar
su curiosidad y su sensibilidad para cuestionarse por el significado de las
cosas que se le enseñan.
Educar
es proponer límites razonables; sin ellos, la juventud será blanda y meliflua:
por ejemplo, nunca pantallitas hasta los dos años, nunca móviles hasta los 14
años. También, lograr jóvenes proactivos, que valoren la donación, que sepan
darse a los demás. Asimismo, la educación valiosa es la que apunta a formar el
cerebro emocional: que entiendan sus emociones, las emociones de los demás y
que sean capaces de ponerse en el lugar de los otros. Así se educa la razón y la libertad, lo
fundamental de la tarea formativa.
«Todo
nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia, / toda nuestra ignorancia
nos acerca a la muerte, / pero la cercanía de la muerte no nos acerca a Dios. /
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? / ¿Dónde el
conocimiento que hemos perdido en información?», cantó T S Eliot.
El
verano resulta un periodo decisivo para la formación familiar. Pero solo se
educará bien si poseemos la conciencia de la sublimidad de esa labor, para,
así, hacer atractivos los límites. ¡Ánimo!
Iván
López Casanova, Cirujano General.
Escritor:
Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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