Salvador García Llanos
“La poesía es un arma cargada de futuro”, escribió el poeta
e ingeniero guipuzcoano Gabriel Celaya, uno de los más destacados
representantes de la que se denominó poesía comprometida o poesía social,
musicalizado posteriormente, en plena revolución de 1968, por el cantautor
valenciano Paco Ibáñez.
“Luego llega el momento/ de los gestos, / y las preguntas
desarmarán/ la ruinosa historia/ que guardo en el bolsillo/ de los pantalones,
/ esa que empuja, / silenciosa y firme, / hacia la frágil telaraña del verso”, responde
José Javier Hernández García, cuando En el cuarto, en plena conversación del
cielo con los árboles de la noche y en medio del bosque devastado de sus
papeles, descubre que el autor guipuzcoano anticipaba para el universo poético
una suerte de sentencia genérica:
“No es una poesía gota a gota pensada. / No es un bello
producto. No es un fruto perfecto. / Es algo como el aire que todos respiramos/
y es el canto que espacía cuanto dentro llevamos”.
Pero la telaraña verseadora de José Javier no es frágil,
no. ¿Cómo va a ser frágil cuando un título tan imaginativo despliega tantas
sugerencias? ¿Ruinosa historia? ¡Qué va! Estas páginas son una sucesión de
metáforas y otras figuras literarias, alentada por la memoria rediviva, aquella
que robustecieron los recuerdos de infancia y adolescencia, de la vida forjada
en las aulas, en el ejercicio de la docencia y en el pálpito familiar. En las
soledades, en las reflexiones, en los valores de la amistad que ha cultivado
sin reserva. No se ven vestigios ni huellas de ruinas; al contrario, afloran
los sentimientos de “la historia que empuja”, una idea que sustancia toda la
obra.
La historia personal e íntima que es futuro vitalista, o
sea, presente en forma de poemas que acompasan la medida y el orden para ser leídos
con sensibilidad, que no se esconde, sino que se adivina en los pliegues de
cada verso.
Vivió, escuchó, le contaron, almacenó en su memoria y
pergeñó ideas y oraciones entre apuntes de destino ignorado. Estaba claro que
era de letras y así lo decidió cuando había que escoger entre las humanidades o
ciencias en aquella disyuntiva del bachiller superior. Lo plasma en Así te
siento, “con precisión de arriero”, cuyo fin es doblar o enderezar sendas,
“para cruzar animosos/ el lígamo de los campos”.
Dice el poeta:
“Inexcusable hacer un alto/ en lugares familiares, /
espacios de juego/ que guardaron las huellas/ de la adolescencia, / y
sostuvieron las palabras que significan nombres/ enraizados en la sangre”.
Y a partir de aquí, descubran o imaginen los lugares que el
autor describe:
“...el templete inaccesible, / la torre de la iglesia de la
Peña/ a la que por miedo nunca subí, / o el naciente en el acantilado/ de
Martiánez que calmó mi secura...”.
En este sentimiento, José Javier Hernández García alude a
su padre, Juan, que cita en otros pasajes poéticos para alumbrar sus perfiles
humanos, los más tiernos, y puede que los más dulces, contrastados cuando le
acompañaba por pascuas a comprar pasteles en casa Padilla, apellido que da
título a otro poema:
“Como un prodigio que se vivía/ todos los años, / nos
echábamos al camino, / se nos quebraba el espíritu/ de volver a ese lugar”.
Dice el hijo poeta que “nada quebraba aquella serenidad de
mi padre”. La última estrofa es reveladora:
“Pasteles de Padilla, / pesebrera de caña, / niño de barro
que nunca duerme”.
Pero ese ánimo de retornar se adivina también en Verso,
precisamente introducido por las interrogantes de Gabriel Celaya, (“¿quién nos
llama?... ¿quién me busca?”) cuando las olas rompen, y Hernández, desde “este
charco ahora sin agua”, encuentra una respuesta cósmica “enhebrada al rumor/
oscuro del bajío”. Ahí están las olas, el no tan pálido reflejo del hombre de
mar que, en su juventud, contaba las olas de siete en siete, “...seguros de
poder frenar, / cara al viento del norte, / tanta espuma, / tanto abrazo, /
tanto mar azul chocando, / y las parábamos con el corazón, / más que con el
pecho”.
Ana se quedó con el corazón de José Javier, una Fuente que
nos recuerda al Miguel Hernández más sentimental y más enamorado. También dejó
una parte de ese órgano vital en aquel Peñón cercano al domicilio familiar que
la piqueta mecánica destructora asoló casi en un santiamén modificando por
completo la fisonomía de la calle, pese a lo cual, siguió llamándose Peñón. El
autor define: “Una estrella de vértice afilado/ ancló su cuerno de fuego/ en un
extremo de la calle...”. Y a continuación, rindiéndose al bucolismo, hace un
auténtico canto de elementos naturales y plenos de vitalidad.
“...en la soledad de aquel risco/ se asentaron los
insectos/ que andaban solos por el mundo, / sin amigos:/ los dípteros, los coleópteros,
/ el longicorno del cardón, / la chinche de la calabaza, / la araña tigre...”.
Exponentes de vegetación aparecen, expectantes,
seguidamente:
“El día que llegó la lluvia/ se introdujo esa agua bendita/
por grietas y hendiduras, / y anegó las raíces/ de las siemprevivas/ que
andaban esperándola/ con la ilusión de la primera vez”.
Fue bautizado Peñón de Blanco “y tenía la costumbre de
abrir/ las intrincadas galerías de sus brazos, / para que las corujas/ y
después los guirres, / aprendieran a soñar/ como los humanos”.
Quizás -o sin quizás- porque le gusta caminar sin prisa y
respirar el aire del monte, este filólogo de inglesa, jubilado de la docencia
que siguió los pasos de sus padres, Juan y María Teresa, ensalza con mesura los
valores cotidianos, domésticos y personales del paisaje urbano más próximo. Se
titula Dioses este poema que leemos completo, pensando en hacer efectivo el
pensamiento del mejicano premio Nobel de Literatura, Octavio Paz, “recordar es
volver a vivir”:
“Pasan los cómicos junto a las máquinas/ de la imprenta de
la calle Santo Domingo/ a esa hora que reposa la vieja linotipia/ de los
pasquines, de las esquelas y los libelos/ que no chamuscó la entintada penumbra
del tiempo,/ pasan.../ y con ellos el clamor del viento afilado/ que viene a
templar la rima y los octosílabos./ Y entra en la estancia doña Luminosa,/ y
entra detrás don Jesús,/ y entra luego doña Antoñita/ del brazo de maese
Patelín./ Y en la confusión de encuentros y saludos,/ la vidriada memoria de un
espejo/ cae de golpe sobre el canapé/ de rejilla trenzada”.
Y es así cómo el firmamento va dialogando con los árboles
nocturnos, acaso buscando la respuesta a la célebre pregunta del escritor
uruguayo Mario Benedetti que los diarios no hicieron: “Los árboles ¿serán acaso
solidarios?”. Y esta otra, que alumbra el enigma poético: “¿Qué se revelarán de
árbol a árbol?”.
Pues Brígida, Manuel Catalina, Pancho, Augusta, Carolina
MacKenzie, Cándido Chaves, Gervasio, Pancho, Carola... son, además de los ya
mencionados, los árboles de José Javier Hernández, sembrados para siempre en la
niñez y en la juventud, en las edades tempranas, cuando se guardan tantas cosas
que algún día, como este, como ahora, hacen brotar una poesía intimista o
introspectiva hasta desnudar sentimientos y emociones. En esa etapa se cultivan
los adentros, la intimidad que luego fructifica en llamativas metáforas que
invitan a reflexionar y a releer para interpretar su significado,
desencadenando un efecto de eco “que reverbera por los perfiles de nuestra
fisonomía conceptual”, como diría el catedrático de Lógica y Filosofía de la
Ciencia por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Eduardo de
Bustos. La preferencia de una metáfora, escribe De Bustos, “es por tanto el recordatorio
de que no solo se tiene en común esta o aquella migaja de conocimiento, sino
todo un mundo o forma de vivir compartida. Es, al mismo tiempo, una reverencia
y un convite, una leve inclinación de reconocimiento ante el que se presume
igual y la sugerencia de reafirmar esa igualdad en el juego del lenguaje”
Ojalá pudiéramos decir que los árboles están en todas partes,
pero los del autor de este poemario se encuentran en esos pasajes o rincones de
la ciudad como la Esquina redonda, el Sitio Cullen, el Charco de la soga o la
embarcación donde su amigo Eduardo Galeano, el escritor y periodista uruguayo,
se hubiera sentido feliz, repartiendo abrazos, escribiendo de profecías,
sucedidos, sueños, memorias y desmemorias. La historia, desde luego, de ruinosa
no tiene nada.
El cielo habla con los pájaros de la noche, el título de
una especie de friso que sobrevivió a una librería incendiada, “es poesía
narrativa que se presenta como memoria de la experiencia”, según relata en el
prólogo escrito desde Puerto Rico, Osmán Avilés. Y es que, en efecto, estamos
ante la emoción tangible de la poesía, de su poesía, donde encuentran vida
hechos y personajes, recreados a través de los versos.
Van a disfrutar con su lectura. Harán un viaje al pretérito
con afán de saber qué eran, cómo eran, qué pasó. Descubrirán la dimensión
poética que trasciende los ámbitos locales y la sutileza que la embarga. Los
recuerdos que le acompañaron siempre en versos llenos de sencillez y
profundidad, de reflexión, de remembranzas, de sentimiento y nostalgia
portuense, isleña y a la vez, universal.
Después de la lectura, y de la conversación, los árboles, a
cualquier hora de la noche, por responder a Benedetti, sí que son solidarios.
¿Verdad, José Javier?
Nota del autor. - Texto que leímos anoche en el Instituto
de Estudios Hispánicos de Canarias en la presentación del libro El cielo habla
con los pájaros de la noche, original de José Javier Hernández García y
publicado por Del Medio Ediciones.
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