Salvador
García Llanos
-
¿Limpia?
Esa
era la pregunta que le distinguía.
Ha
reaparecido un limpiabotas en la plaza del Charco. Se coloca, enfundado en un
original bata azul, en un extremo del costado este, casi al término de la calle
Blanco.
La
estampa rememora la cotidianeidad de ese espacio urbano portuense desde los
años cincuenta, cuando nativos y turistas circulaban desde tempranas horas y
reservaban unos minutos para la limpieza y el lustre del calzado. Uno les
recuerda allí, en ese paseo, junto a las mesas y sillas del 'Dinámico' y el
buzón de correos. Agustín y Paco Pacheco, que eran hermanos, y otro señor de
mayor edad que los anteriores y respondía al nombre de Patricio. Había épocas
en las que estaban muy activos y puede que tuvieran algún refuerzo.
Fieles
amigos de la red social en que nos desenvolvemos cuentan de la actividad que
también ejercieron dos personas de las que solo recordamos sus apodos y que los
citamos, por supuesto, sin ningún ánimo ofensivo: el cojo Mandarria y el cojo Mono
jondo. Muchos años después, oficiaría Valeriano Sanz, un peninsular que terminó
haciéndose empresario de hostelería y tuvo a su cargo el hotel 'Cariver', en
San Telmo.
El
limpiabotas, sentado a la espera de su cliente, usaba betún, algún tipo de grasa
y hasta alguna sustancia para teñir u oscurecer los zapatos. Luego estaban los
paños y los cepillos. Bueno, y los 'salvacalcetines', dos franjas plásticas o
similares que se colocaban para no manchar. Esa era toda la herramienta
guardada en una caja de madera que culminaba con un soporte donde apoyar la
pierna y el calzado. La guardaban en algún establecimiento cercano.
El
limpiabotas, o el betunero, que así también era reconocido, atendía a todo el
mundo. Incluso recibía encargos domiciliarios y hasta hacía algunos de esos
arreglos que alargaban la vida de los zapatos. Se convirtieron en personajes
populares. Hasta que el oficio empezó a declinar: se impuso la autolimpieza en
casa, se salía de ella ahorrándose las pesetas reservadas para el betunero, se
hicieron mayores las personas que con toda dignidad lo ejercían.
De
aquella estampa de niñez y adolescencia, ahora resurgida, se viene a la memoria
el papel reflejado en el cine, en la literatura y en el género biográfico de
muchas personas que antes de triunfar o saborear el éxito en distintas
actividades, incluidas los negocios o las finanzas, pasaron largas temporadas
haciendo la pregunta del principio y limpiando calzado de todo tipo. Ese papel,
por cierto, es desaprobado en diversas latitudes del mundo, bien es verdad que
constituye para muchas familias de condición precaria un auténtico medio de
vida.
Recordemos
aquella película dirigida por el italiano Vittorio de Sica, El limpiabotas
(1946), ambientada en la Roma de postguerra, donde predominaban la miseria y el
desempleo y en la que dos jóvenes que se ganaban así la vida, escondiéndose de
los mayores y de la policía, querían comprarse un caballo. Nominada al Oscar en
el mejor guión original, está considerada como obra emblemática del
neorrealismo italiano.
Mario
Moreno, Cantinflas, también interpretó este papel en alguna de sus numerosas
películas cómicas o moralistas.
Deben
quedar muy pocos limpiabotas en España. Es un oficio en trance de desaparecer.
En el Campeonato Mundial de Fútbol de 1982, en Barcelona había unos quince mil,
según el testimonio de uno que aún lo ejerce. Hoy son bastante menos.
En
Las Palmas de Gran Canaria, el Ayuntamiento reservó un espacio en las
inmediaciones del parque Santa Catalina para instalar una escultura del autor
Chano Navarro Betancor, titulada El betunero, que rememora el ejercicio de esta
actividad en el lugar durante décadas. En Santa Cruz de Tenerife aún debe hacer
su habitual recorrido por el bar 'Atlántico' y las cercanías del Casino de
Tenerife, otro popular personaje capitalino.
Ernesto
Cardenal, teólogo, escritor y político nicaragüense, reflejó en alguna de sus
obras que trabajó como limpiabotas en el aeropuerto internacional de La Habana.
En
otros países, como El Salvador, su Asamblea Legislativa promulgó en 1994 una
resolución en la que se aprueba conmemorar cada 9 de mayo el Día Nacional del
Limpiabotas, con el fin de reconocer y dignificar el desempeño de quienes se
dedican a esta tarea.
Es
un estímulo sencillo, de modo que los artesanos del calzado no se sientan
olvidados y puedan enriquecer su oficio. Ese que, curiosamente, en casi todos
lados, allí donde todavía son vistos, comienza con una pregunta al paso:
-¿Limpia?
En
la plaza se ha vuelto a escuchar.
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