Iván
López Casanova
No
seré yo quien no clame contra la grave injusticia de los contratos basura o
contra los sueldos miserables. Más aún, quien no declare, por ejemplo, la
brutal inhumanidad de ciertas fábricas en países del Tercer Mundo donde
empresas multinacionales prostituyen la dignidad humana más básica. Pero todo
ello habla, como por defecto, de la excelencia del trabajo: por eso su
profanación resulta tan dolorosa e indigna.
«Siempre
se os ha dicho que el trabajo es una maldición y la labor un infortunio. / Pero
yo os digo que cuando trabajáis estáis realizando una parte del más ambicioso
sueño de la tierra, desempeñando así una misión que os fue asignada al nacer
ese sueño. / Cuando trabajáis, sois una flauta a través de la cual se transforma
en melodía el murmullo de las horas», escribió Gibran Khalil Gibran en 1923,
poeta de origen libanés.
De
modo resumido, el trabajo posee tres dimensiones. Una, objetiva, según la cual
se obtiene lo que se necesita y se recibe un sueldo o unos beneficios de su
comercialización. Otra, relacional, pues el trabajo transforma el mundo en el
que vivimos –lo mejora o lo empeora, de ahí la necesidad de no separar ética y
labor−. Por último, la subjetiva: cuando el ser humano trabaja, se perfecciona
a sí mismo.
Ahora
que tanto se escribe sobre la depresión postvacacional, me parece que la mejor
terapia para superarla es la comprensión profunda del valor del trabajo, pues
esto actúa a modo de medicina preventiva. Porque hoy en día, tras el logro
mayoritario de la liberación de la miseria proletaria y tras la conquista de
las libertades democráticas, se puede valorar a fondo el importante papel de la
tarea profesional en la vida humana. «El trabajo no es hoy una tarea servil,
aunque necesaria, ni tiene importancia meramente económica, como ocurría en el
primer capitalismo, sino que es la actividad esencial para que el hombre se
realice como hombre y ocupe el puesto que merece en la vida social», afirman
Ricardo Yepes y Javier Aranguren.
A
esta valoración positiva del trabajo ha contribuido recientemente el
pensamiento de Javier Gomá. Para este filósofo, todo ser humano debe lograr un
segundo nacimiento para abandonar el pobre estadio estético –adolescente y sin
relieve personal− en el que no hay obligaciones, e individualizarse a través
del paso al estadio ético –y, entonces, ser único, emancipado y pleno−; para
ello debe ingresar en «las instituciones de la eticidad: amor ético, trabajo
productivo». O sea, que sin el empeño por trabajar bien y construir el hogar,
la vida humana no llega a su plenitud.
Cualquier
trabajo honrado puede y debe ser fuente de crecimiento interior. De nuevo, lo
aclara con sabiduría poética Gibran Khalil: «Y todo trabajo es inútil, excepto
cuando hay amor. / ¿Y qué es trabajar por amor? / Es tejer la tela con hilos
sacados de vuestro corazón, como si
vuestro bienamado debiera vestirla: / Es construir una casa con afecto, como si
vuestro bienamado debiera habitarla. / Es poner en todo lo que hagáis, un soplo
de vuestra alma: / Sabiendo que todos los bienaventurados difuntos os rodean y
os observan».
Propongo
el logro de la felicidad en el trabajo: si lo asociamos a la ética, al amor a
los demás y al perfeccionamiento interior, ¿qué dificulta, entonces, la
consideración del trabajo como parte de la plenitud existencial? Además, si
dedicamos tantas horas a la profesión, ¿no se hallará en esa labor una buena
dosis de felicidad? ¿No habrá que descubrir también la belleza del trabajo bien
hecho?
«Y
si no podéis trabajar con amor sino solo con disgusto, es mejor que abandonéis
el trabajo y que os sentéis a la puerta del templo a recibir la limosna de
quienes laboran con alegría. / El trabajo es el amor hecho visible». ¿Alguna
definición mejor del trabajo que la de Gibran Khalil?
Iván
López Casanova, Cirujano General.
Escritor:
Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario