Lorenzo de Ara
Ver o leer "Los niños del Brasil" sacaría de
dudas a muchas personas. La película es estupenda. Gregory Peck y Laurence
Olivier están inmensos. Fue rodada en 1978, o sea, en el paleolítico. Leer a
Antonio Lucas es siempre gratificante, pero ya digo, "Los niños del
Brasil" quizá es ahora la mejor opción.
Esto escribía tras leer una información sobre un avance
científico notable: “Científicos de varios países corrigen una enfermedad
hereditaria en embriones humanos”. Y más adelante, en la misma información
también se podía leer: “Por primera vez se ha logrado que un número sustancial
de embriones sean totalmente viables, sin errores genéticos adicionales que podrían
causar problemas de salud en un futuro bebé y en sus descendientes. Ninguno de
los embriones estaba destinado a implantarse por lo que fueron destruidos en
unos días tras la investigación.”
El hombre jugando a ser Dios. Lo cierto es que lo ha hecho
siempre. Desde que bajó del árbol. Desde que contempló por vez primera un
rostro extraño en el agua acaramelada de una charca. Al contemplar ensimismado
el cielo, el paso de las estaciones, la noche y el día, el vuelo de una mosca.
Escuchando con suma atención el latir del corazón. Él no sabía que era el
corazón.
Inmediatamente el hombre obtuvo conciencia de la muerte
entre las fauces de cualquier depredador, o seguramente los sobrevivientes, o
uno de ellos por lo menos, horrorizado ante la imagen imborrable de su hermano
(¿por qué no?) siendo devorado por una bestia. Por un monstruo.
En ese preciso instante el hombre (¿ya hombre?) pensó
(¿soñó?) con otra vida menos cruel, menos débil, menos finita. Y estaba arriba.
Y también seguramente maldijo a un ser que movía las piezas, a las bestias y a
las víctimas. Pensó que tenía que haber un no sé qué. Por lo menos un lugar sin
depredadores.
Pero no podía aguardar a que ese ser escuchara su
pensamiento. Y el hombre se puso pues a ingeniar cosas. ¡Pensar! Jugar a ser
Dios.
Y creo esas cosas. Se hizo depredador. De sí mismo llegado
el caso, lo cual era secundario. Hasta que tomó conciencia de que quería ser
Dios. Por las bravas.
Y hemos llegado así al presente. Anhelando terminar con el
horror de la vejez. Espantar a la muerte. ¡Fuera, gusanos! Un tiempo nuevo sin
enfermedades, en la inmortalidad de la sabana, en la cultura urbanita, frente
al televisor o el ordenador que todo lo sabe.
Luego está el mantra de que ciencia y religión chocan. ¡Un
mantra! Como ese otro mantra que van contando por las esquinas de que la
izquierda tiene superioridad moral sobre la derecha.
Compulsivamente el hombre ha decidido no buscar Dios,
¡quiere ser Dios! Igualito que Bill de niño, cuando se chupaba el dedo gordo de
la mano derecha mientras veía a Lana Turner, tan rubia, en la pantalla del
cine.
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