José Peraza
Hernández
Dios escribe
derecho con renglones torcidos". Posiblemente, jamás podría afirmarse esto
con mayor razón que referido a San Agustín fundador de la Orden Agustiniana,
que comenzó un tanto torcido en sus dudas y vacilaciones, incluido el maniqueísmo.
para terminar tan derecho que su vida y sus obras le merecieron ser elevado a
la santidad. Comencemos por el final. Muerto San Agustín su cuerpo fue
enterrado en la iglesia de San Esteban de Hipona, donde permaneció hasta
finales del siglo VII. Pero, invadido el Norte de África por los musulmanes,
los cristiano, que huyeron se llevaron con ellos las reliquias del santo de su
devoción trasladándolas a Cagliari en Cerdeña, donde se veneraron probablemente
en la iglesia de San Saturnino. Pero esta tranquilidad fue momentánea. Los
musulmanes pasaron el mar, invadieron la isla, y las reliquias de San Agustín
quedaron en su poder. Solo existía una forma de rescatarlas: tentar la codicia
de los sarracenos, mediante la compra de los preciosos restos y esto fue lo que
hizo el rey Ilustrando, pagando por ellas la suma de setenta mil ducados de
oro. Las reliquias llegaron a Génova desde donde fueron trasladadas a Pavía
donde los restos fueron colocados en la Cripta de la Real Basílica de San Pedro
in Coelo Áureo. Siguiendo con la tradición, se dice que al ser colocados en su
lugar se vio brotar una fuente milagrosa que devolvía la salud a los enfermos.
Todo esto sucedía en el año 725. Se tomó una precaución: para que las reliquias
no desaparecieran en tiempos de guerra fueron escondidas en la cripta. Fueron
descubiertas, casualmente, en el año 1.695 casi un siglo después. En 1.743 ya
estaba terminado el mausoleo que los Padres Agustinos habían comenzado en el
siglo XIV. A él fueron trasladados los restos de San Agustín.
Hacia 1.790,
la Orden Agustina fue despojada de su iglesia, llevando el cuerpo de su
fundador a la Iglesia de Jesús. Llegó después un tiempo calamitoso para los
agustinos, su Orden fue abolida y los restos de San Agustín fueron llevados, a
la catedral. Allí permanecieron algún tiempo un tanto olvidados hasta que
fueron expuestos a la veneración de los fieles. En el año 1.900 el Papa León
XIII devolvió la Basílica de Pavía a la Orden Agustina y los restos de San
Agustín fueron trasladados a ella. San Agustín dejó escrita una Regla para sus
monjes, copiando los sentimientos de su espíritu y de su corazón. A su muerte
se la dejó en testamento como su mejor tesoro. Y que lo es, lo demuestran las
muchas comunidades que, esparcidas por el mundo, se alimentan de ella: Padres
Agustinos, Dominicos, Jerónimos Premostratenses, Trinitarios, Servitas, etc.
Agustín era africano, nacido en Tagaste, en el año 354, una pequeña ciudad
romana en lo que hoy es Argelia. Sin que recibiera el bautismo fue educado por
su madre, Santa Mónica, en la religión cristiana, que posteriormente abandonó
hasta el momento de su conversión. El ansia de hallar la verdad y quizás
influenciado por la lectura del "Hortensius" de Cicerón, pasó a la
práctica de la religión maniquea. Años más tarde abandonó la secta maniquea
para ir a residir a Roma y Milán. En el año 386 se retiró a Cassiciaco lugar
donde escribió sus primeras obras. Recibido al bautismo y de vuelta a la
religión cristiana, es ordenado sacerdote para, años más tarde ser consagrado
como Obispo de Hipona. Murió durante el asedio del ejército vándalo a Hipona.
De sus padres
cabe decir que en tanto su madre era mujer virtuosa y de pacífico temperamento,
su padre, Patricio, poseía un carácter más bien irascible, siendo un modesto
propietario que soñaba para su hijo un brillante porvenir. Pero sus recursos
eran modestos, de modo que el futuro Santo tuvo que interrumpir sus estudios a
los dieciséis años. San Agustín diría más tarde: "Hacía pequeños hurtos a
la mesa y despensa de mis padres para dar de comer a los niños que, más
humildes que yo jugaban conmigo". Existe la época de su estancia en
Cartago donde no se recata en explicar que para él lo más atractivo y feliz era
amar y ser amado, pero que gozaba no solamente con la amistad, sino también con
la concupiscencia. Fue en Cartago donde pudo reanudar sus estudios, y donde se
unió a una mujer y como él dice: "No en legítima unión, sino en relación
de concubinato". Pasa después a Milán convertido ya en catedrático de
retórica. Y cuando llega su conversión, el joven Agustín se da cuenta de sus
errores pasados y ya sólo mira hacia el futuro: el cristianismo que ya siente
como la fuerza verdadera, ya sabe que Dios es la substancia espiritual que todo
lo trasciende y todo lo domina, sin mezclarse con la materia ni con las cosas.
Demos un salto
en el tiempo y tomemos a Agustín cuando abandona Italia y regresa a la tierra
que lo vio nacer. Ahora ya lo hace con una idea fija: La de comenzar una vida
de comunidad, una vida sencilla, apartada del tráfago humano, dedicarse al
conocimiento de la sabiduría que da el conocer a Dios y a uno mismo. En
Tagaste, vende los terrenos que había heredado de su padre y el dinero que le
dan por ellos lo distribuye entre los pobres. Funda el primer monasterio
agustiniano: al principio, el número de discípulos es pequeño. Su ideal de vida
es la contemplación, y por eso que la jornada en el Monasterio de Tagaste,
primero de los que después se convertiría en la Orden Agustiniana, es la
oración, la conversación y el estudio. Así, en Tagaste, el ideal monástico está
perfilado en sus líneas generales.
El Fundador de
los Agustinos, tiene como base para su Comunidad un pasaje del "Libro de
los Apóstoles": "La multitud de creyentes poséela un solo corazón y
un alma única, y todo era común entre ellos". La amistad llevada hasta sus
más extremados límites la fraternidad, es la esencia de la vida agustiniana.
Sus monjes han de vivir en extremada pobreza, alternando el trabajo con el
estudio y guardando la debida armonía con la vida contemplativa y la oración.
Si se leen las obras de San Agustín se verá que las palabras que con más
frecuencia aparecen en ellas son amor y caridad. Y de ahí que se llegue a su
célebre sentencia: "Ama y haz lo que quieras porque nada de lo que hagas
por amor será pecado". San Agustín escribió nada menos que ciento trece
obras y esto lo hizo en medio de trabajos y obligaciones de su cargo como
Obispo de Hipona. La figura de San Agustín es tan gigantesca que hasta una
figura de la teología protestante como es Harnack, escribe de él: "¿Dónde
encontrar en toda la historia eclesiástica de Occidente un hombre de influencia
comparable a la de San Agustín?
Después de San
Pablo, ocupa el primer lugar de la Iglesia. Nadie, ciertamente le puede igualar
ni en ciencia ni en talento". La ciudad de Hipona fue sitiada por los
vándalos. La catástrofe se abatió sobre la ciudad. San Agustín, ya anciano,
sintiéndose próximo a la muerte, no podía ofrecer otra cosa que la fuerza de
sus oraciones y sus palabras: "Todos vosotros gritáis desesperados. Pero
escuchadme bien; el cielo y la tierra pasarán, pero la palabra de Dios no
pasará. Tiempos terribles y difíciles, afirman los hombres. Pero el tiempo lo
hacemos nosotros. Como nosotros seamos y nos comportemos, así será nuestro
tiempo. Los bárbaros podrán quitárnoslo todo, pero nunca nos arrebatarán lo que
Cristo guarda y nos ofrece".
En la noche
del 28 al 29 de agosto del año 430, el inmenso corazón de esta figura
gigantesca no sólo de la Iglesia, sino de toda la Humanidad, dejó de latir. Al
carecer de bienes, no hizo testamento, pero -escribe Pixidio- dejó a la Iglesia
numerosos sacerdotes y Monasterios donde se practicaba la continencia y la
abstinencia.
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