Salvador
García Llanos
A alguien se
le ocurrió colar la palabra apoteosis y desde hace unos años aparece en el
programa oficial del Carnaval portuense la expresión Coso Apoteosis para
anunciar el que debe ser uno de los números más potentes o llamativos. También,
en alguna edición, hemos leído Coso apoteósico, este término como una
adjetivación que fortalece el concepto. Se llamaba apoteosis a una ceremonia que
hacían los antiguos para colocar en el pedestal de los dioses o héroes a los
emperadores, emperatrices u otros mortales. Por extensión, también recibía ese
nombre cuando se ensalzaba exageradamente a alguien con alabanzas y honores. La
definición se resume en el momento culminante y triunfal de una cosa; en
especial, parte final, brillante y muy impresionante, de un acto público o de
un espectáculo.
De modo que el Carnaval del Puerto de la
Cruz llega hoy al que teóricamente debería ser su acto culminante. Se escribe
teóricamente porque en la práctica igual deja que desear. En las últimas
ediciones, en efecto, ha perdido muchos enteros. El año pasado, sin ir más
lejos, salió ya de noche y apenas lucía. Aquellas fotos e imágenes de antaño,
diáfanas, radiantes, tan polícromas, ya son historia y quienes conserven
archivos poseen documentos muy valiosos si el rumbo sigue siendo el mismo.
Hasta donde la memoria alcanza, empezó a
hablarse de coso en la primera mitad de la década de los sesenta del pasado
siglo, cuando el eufemismo de las Fiestas de Invierno salvaba absurdas censuras
y el jolgorio carnavalero, tan espontáneo y creativo a la vez, iba
paulatinamente adquiriendo la dimensión de espectáculo. En aquellos años se
celebraba los lunes por la tarde, en las avenidas de Martiánez, con turistas en
terrazas y balcones, con espectadores en los muros y sillas junto al encintado
de la avenida de Colón. Circulaban espléndidas carrozas, patrocinadas por
hoteles y empresas locales, algunas de las cuales recibían sus premios cuyos
rótulos lucían en sus portadas o delanteras. Venía gente de todas partes de la
isla. Y desfilaban agrupaciones de Santa Cruz de Tenerife. Cuenta la leyenda
que eso no gustaba mucho a las autoridades capitalinas que se quejaban de la
exhibición que hacían primero o antes del coso capitalino que se celebraba en
la tarde del martes, sobre todo si el evento era televisado, como ocurrió en
alguna ocasión. Dicen más: que esa fue una de las razones por las que fue
menguando la aportación del Carnaval santacrucero al portuense, hasta quedar
prácticamente suprimida con el paso de los años. De aquellas concentraciones,
siempre queda el recuerdo de la apertura del desfile: una y a veces hasta dos
agrupaciones de majorettes en las que intercalaban las bandas de tambores y
cornetas. Solían dejar para el final -hasta que descubrieron que si no había
luz diurna quedaba muy deslucida- la carroza de la reina de la fiesta y sus
damas de honor a la que antecedió, cuando se materializó el intercambio con
Düsseldorf y otras ciudades alemanas, la de los príncipes de la localidad de
Renana-Westfalia, en ocasiones con una impresionante banda musical de
fanfarria.
Después, ya en tiempos democráticos y
para salvar aquel inconveniente, el coso portuense pasó al sábado pues en Santa
Cruz solo quedaba la Piñata y ésta era más reducida. Es más, los grupos, los
participantes (incluso los de coches engalanados), preferían rematar el
bullicio carnavalero en Colón y adyacentes. La construcción del túnel de la
ladera de Martiánez propició hasta un espacio más apropiado para la
organización y la salida, siempre laboriosa por el afán de los grupos de
meterse cuanto antes. Ya en los ochenta, la apoteosis del Carnaval portuense
arrancaba desde la Punta de la Carretera y recorría Valois en sentido inverso
al de la circulación. El alquiler de sillas, que se hacía desde tempranas
horas, le suponía al Ayuntamiento un ingreso con el que afrontar la
financiación de las fiestas. En aquellas tumultuosas salidas siempre estaba
Pepín Castilla, dando gritos y empujones si era preciso para poner orden e
incluso corregir a los concejales que “osaban” echar una mano para colaborar en
aquella ardua tarea. Cuando todo estaba más o menos a punto, Castilla hacía un
recorrido en moto de visualización. En cierta ocasión, pronunció una frase
memorable que servía para que las emisoras de radio y televisión iniciasen sus
transmisiones:
-¡Se cierra el circuito!
Y a partir de ahí discurría un desfile
heterogéneo, variopinto, bullanguero... Comparsas, grupos coreográficos,
murgas, bandas musicales, espontáneos y espontáneas, a veces caballos,
colectivos disfrazados con el mismo motivo y personas con disfraces de lo más
llamativo. Mediados los años ochenta se concedió importancia a la
musicalización, a efectos de animar y armonizar adecuadamente el ambiente, por
lo que hubo intentos de distribuir e intercalar las peñas y conglomerados
instrumentales. En Colón, antes de llegar a la plaza de los Reyes Católicos,
instalaban unos graderíos y unas tribunas domésticas desde donde las
autoridades, invitados de Alemania y otras representaciones seguían la
cabalgata. Las carrozas fueron disminuyendo con el paso de los años. Los
hoteles ya querían ahorrar gastos. En los balcones podía verse a turistas
semidesnudos disfrutando de aquel incesante bullicio. Y en las cafeterías más
próximas a las avenidas, se afanaban los clientes en buscar un hueco desde el
que contemplar el cortejo, la gran parada carnavalera. Los bailes, en los
hoteles o en las calles, prolongaban el singular sabor de aquel Carnaval
portuense que fue capaz de configurar su propia personalidad, sus rasgos
diferenciados.
A lo largo de las últimas ediciones,
sentimos decirlo, han palidecido esos rasgos. Acaso la mejor prueba sea
precisamente este número reservado para el sábado y que debía ser el culmen, el
máximo grado de la evolución de una fiesta. Le siguen llamando apoteosis.
Bueno. Pero hagan algo para revitalizarlo y hacer honor a ese concepto.
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