Juan Calero
A raíz de una
publicación en las redes sociales del decano de los poetas cubanos en Canarias,
Manuel Díaz Martínez, sobre la menor de los cuatro hermanos Loynaz, me motivó
buscar información sobre esta mujer y hacerme preguntas sobre las premisas para
ser considerado poeta, y la disyuntiva si el poeta nace o se hace, ahora que
cualquiera dice serlo.
Flor Loynaz,
hija del General Enrique Loynaz del Castillo, autor del Himno Invasor, nació en
1908 en La Habana. Llevó por nombre Flor en homenaje a otro general de la lucha
independista en las tres contiendas contra la colonización española, y amigo de
su padre, Flor Crombet.
La infancia de
los cuatro hermanos Loynaz del Castillo se desarrolló en un ambiente artístico
familiar (especialmente inclinado a la música, el dibujo y la literatura) en la
más exquisita burguesía habanera, siendo educados en su casa, por institutrices
y profesores privados sin haber asistido nunca a una escuela.
Dulce María y
Enrique se graduarían como abogados en la Universidad de La Habana. Carlos
Manuel tendría una muy fuerte afición por la música y Flor sería la más rebelde
y liberal de toda la familia llenando la casa de perros, gatos, hormigas y
cucarachas.
Su madre tuvo
que crear un asilo para animales, porque Flor llevaba a casa a cuanto perro se
encontraba en el camino. En una ocasión compró todas las aves de una carnicería
para liberarlas ante los ojos atónitos del vendedor.
Se sabía un
espíritu libre y como tal se describió con solo doce años como:
“Soy un barco
perdido y la orilla no busco, quizá por mi cansancio o quizá por mi orgullo.
Soy un ave
perdida en el espacio oscuro y dejo que me lleve el aire a cualquier punto”
Le escribió
poemas al ron, a sus perros y hasta a las polillas.
Sobre las
polillas escribió:
“Libros maravillosos y deshechos donde la traza y la polilla un día
con
hambre semejante al hambre mía aquí encontraron alimento y lecho.
Viviendo estamos bajo el mismo
techo
¡Y bien
conoce Dios cuánto querría aplastarlas a todas aporfía, si
al corazón no repugnara el hecho!”.
Tomó parte en
las luchas contra la dictadura de Machado, pero se alejó de la política
rápidamente, como fue breve también su matrimonio con el arquitecto inglés
Felipe Gardyn. Entre las excentricidades de Flor, cada vez más ocurrente,
quería, por ejemplo, que su esposo vistiera una armadura semejante a la del rey
Arturo.
Quizás estas
“locuras” fueron incrementándose después de haber devorado a temprana edad el
Quijote. Los que la conocieron dan fe de su vasta cultura, fundada en las más
disímiles lecturas y viajes al extranjero.
En plena
década de los treinta no solo escandalizaba a la pacata sociedad de la capital
cubana por andar con la cabeza rapada, sino también por fumar en público
grandes puros o descender de su Fiat frente a cualquier bar, incluso, bares de
mala muerte, para beberse un trago de ron.
Soneto al ron
Si de tu mal
he de morir un día,
que llegue a
mí la muerte en buena hora
Si es veneno,
por cierto que atesora
la belleza, el
amor y la poesía.
Trae la copa
triunfal… apuraría
apasionadamente
la incolora
bebida que me
embriaga seductora
adormeciendo
mi melancolía.
Y los que
dicen acertadamente
que a causa
tuya, moriré temprano,
sepan que yo
lo sé, y que demente,
fascinada tal
vez por un lejano
sueño que se
hizo sed, bajo la frente
y mendiga de
ti, tiendo la mano.
Durante su
visita a Cuba en 1930, Federico García Lorca bebió ron, jugó billar y cubilete
en los bares de los muelles habaneros, llevado de la mano de Flor y luego
recorrieron el resto de la isla. Se dice que le entregó a buen recaudo el
manuscrito de su obra Yerma para su custodia.
Sobre el
asesinato de Lorca en 1936 escribió:
“El amor apenas le rozó los dedos…
La
vida le dijo adiós desde lejos,
agitando en alto un
sucio pañuelo y el cielo esa noche quedó
sin luceros ¡Que
todos ebalas los clavó en su cuerpo!”
Mientras sus
hermanos poetas Dulce María (Premio Cervantes 1992), Enrique y Carlos Manuel
publicaron su obra y eran reconocidos como poetas, de ella, Flor, la más joven,
es una figura casi desconocida en el panorama de la literatura cubana a pesar
de escribir
desde los once
años por instinto, sin divulgar nada, sin organizar ningún libro, por ello,
gran parte de su obra se halla extraviada, cuando no perdida, ni dio
autorización a ello hasta después de su muerte.
Cuando Juan
Ramón Jiménez publicó La poesía cubana en 1936, hizo constar su incorformidad
por la exclusión voluntaria de Flor Loynaz, algunos de cuyos poemas conocía y
valoraba altamente.
Dulce María
Loynaz dijo de la poesía de Flor: "Yo pienso que ella ocuparía con
justicia uno de los primeros lugares en la poesía cubana y más allá, no
únicamente contemporánea, podíamos remontarnos más lejos”.
Sin lugar a
dudas, el oficio de poeta necesita hacerse cada día, pero imprescindiblemente
debe nacer siendo poeta.
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