Arrecian las críticas por el mal uso y determinados
contenidos de las redes sociales.
Hay un debate que abarca desde la
proliferación de troles (personas que publican mensajes provocadores,
exabruptos o fuera de contexto con ánimo de molestar), a la difusión de bulos y
paparruchas pasando por el abandono de usuarios que se cansan del mismo sesgo y
de las ofensas o insultos que proliferan, amparándose en la sufrida libertad de
expresión y en una vasta impunidad. Los responsables de las redes dicen haber
tomado medidas o siguen estudiándolas a fondo para impedir o disuadir la
circulación de especies adulteradas, descalificaciones a tutiplén y
afirmaciones de finalidad perversa.
En el seguimiento que prestamos regularmente a este
fenómeno de la comunicación de nuestro tiempo, descubrimos trabajos e
investigaciones que contribuyen a una clarificación de la complejidad que
caracteriza el funcionamiento de las plataformas, concebidas para acercar, para
estar más próximos unos de otros, para intercomunicar a velocidad de vértigo y
para suplir carencias de todo tipo. Lástima que, en el ámbito concreto de los
periodistas y profesionales de la información, los que pudieran ser
instrumentos o canales útiles y válidos para llevar a cabo sus tareas se vean
desvirtuados y hasta degeneren, de forma que propicien la confusión -incluso en
el ámbito personal o privado- terminen volviéndose en contra y mermando su
propia credibilidad.
De uno de esos trabajos, en efecto, se extrae la
siguiente cuestión: ¿cuál es el límite personal en las redes? Las mujeres parecen
llevar la peor parte. Según un informe reciente de Amnistía Internacional, “las
mujeres corren mayores riesgos de ser humilladas, intimidadas, menospreciadas,
degradadas o silenciadas”, en tanto que un estudio de la International Women's
Media Foundation (IWMF), organización que trabaja para elevar el estatus de las
mujeres en los medios de comunicación, concluyó que “cerca de un tercio de las
mujeres periodistas ha considerado abandonar la profesión debido a las
agresiones on line”.
El testimonio al respecto de dos profesionales muy
activas en redes es muy significativo. Una de ellas, Anna Codrea-Rado, FreeLancer
especializada en cultura y tecnología, señala que “la violencia y el abuso
nunca deberían ser tolerados ni aceptados como parte del trabajo”. Y aconseja:
“Si te han agredido como resultado de un artículo que publicaste, envíale esos
mensajes a tu editor”. La otra, Dodai Stewart, editora del popular Metro en el
New York Times y una de las fundadoras del sitio para mujeres Jezebel, con más
de cuarenta mil seguidores en Twitter, advierte que todos deben tener cuidado
con lo que comparten on line, pues incluso la información personal
aparentemente inocente o inofensiva, podría ser usada con malvados propósitos.
Stewart fue víctima de acoso, de ahí que suela no publicar su ubicación en el
momento que está en activo. Por eso revela que es muy rápida bloqueando y
silenciando personas: “En mi configuración solo veo respuestas de las personas
a las que sigo en Twitter. Eso es muy útil”.
Las dos periodistas coinciden en la utilidad del trabajo
en redes: buscar fuentes e indagar en historias, interactuar con los lectores,
seguir acontecimientos en vivo y proyectar el propio trabajo. Sugieren
presentarse, exponer los puntos de vista y explicar los intereses, de modo que
así sea posible trazar la línea divisoria entre lo estrictamente profesional y
lo personal, el límite personal en las redes. Eso obliga a un ejercicio de
máximos en la aplicación de las buenas prácticas periodísticas, más allá de los
lógicos y exigibles cuidados que hay que tener cada vez que se compartan
contenidos. Pensemos en que ese fondo de marketing o de autopromoción requiere
diligencia para saber diferenciar, para poner cada cosa o cada objetivo en los
lados adecuados separados por esa todavía delgada línea separadora.
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