Salvador García Llanos
Hay cosas o actuaciones
signadas por la fatalidad y la remodelación del paseo San Telmo es una de
ellas. Como si hubieran sido pocos los problemas que, desde su génesis, han
caracterizado el proyecto, en pleno desarrollo, ahora surge la instalación de
una pasarela de acceso a la zona de baño, en principio cerrada, como tiene que
ser, para evitar riesgos.
El gobierno local, mejor
dicho: el Cabildo Insular, quizá con la mejor voluntad de atender una petición
ciudadana y tratar de mitigar los efectos de un durísimo temporal que aún no ha
terminado, ni siquiera en los juzgados, decidió colocar la pasarela. Y ha
salido un adefesio. O lo que es igual, dadas las características que son la
rechifla en las redes sociales, peor el remedio que la enfermedad.
La pasarela, por mucha
provisionalidad de la que se hable, es un impacto. Y ojalá que reúna todos los
requisitos de seguridad. Es una estructura metálica, sobresaliente entre los
restos del muro destruido y la zona de obras en plena ejecución. Con escalones,
pasillos estrechos y tela metálica protectora. La pasarela es un monumento (¡!)
con el que se toparán dentro de nada las imágenes de la Virgen del Carmen y San
Telmo cuando sus cargadores las acerquen, en plena euforia de la salida
procesional, a la Punta del viento.
¿Un monumento a qué? A
la nada urbanística ni patrimonial. A
las soluciones de urgencia que, en este caso, por no prevista, encarecerán el
presupuesto. La pasarela viene a ser el penúltimo episodio de una actuación que
despertó la resistencia de miles de portuenses, los que se han manifestado o
los que estamparon sus firmas, un testimonio para evitar la destrucción de un
rincón tan querido de la geografía urbana.
Un episodio, si se
quiere, grotesco que hará nula aquella discutible e infortunada predicción del
alcalde: con el tiempo, nadie se acordará del muro.
Va a ser que no,
que rememorarán, en el conjunto de una
tormentosa tramitación y ejecución,
hasta la pasarela de marras.
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