Salvador
García Llanos
-¿No hay quien se apiade de mí?-,
se preguntaba una calle céntrica de notable circulación rodada cuyo pavimento
está más que deteriorado, pletórico de baches y remiendos.
-Solo reclamo una capa de
asfalto-, siguió diciendo mientras crecían sus desperfectos y el tránsito
peatonal incrementaba sus riesgos de accidentes.
Y así, meses y meses.
-Por favor, una reparación-,
imploraba una acera próxima en la que abundaban desconches y su único enlucido
era el de la negrura extendida en manchas cada vez mayores.
-Una limpieza, un baldeo-,
continuó compadeciéndose sin muchas esperanzas de que sus lamentos encontraran
eco y respuesta pues hasta los canes ya habían renunciado a ese territorio para
sus micciones.
Y así, meses y meses.
-Tenemos falta de una poda y de
un mantenimiento-, se quejaban especies arbóreas, contrastando la desatención
de la jardinería.
-Gracias a las inesperadas
lluvias de estos días. Hemos probado el agua de mayo y es reparadora-,
transpiraron aliviadas las de otras zonas, en tanto bendecían su suerte
contemplando los troncos desnudos y cortados de las palmeras que pasaron a
mejor vida.
Y así, meses y meses.
Ciertamente: varios sectores de
la geografía urbana, vías, plazas y territorios ajardinados presentan un
aspecto deplorable, digno de mejor causa que la desidia. Tanto desgaste y tanto
abandono convierten partes de la ciudad en escaparates nada atractivos,
descuidados y hasta repulsivos. Como ese imaginario diálogo entre partes
“afectadas” podría ampliarse, hay que emprender y acometer soluciones.
-Pero todo es cuestión de
sensibilidad-, clamó desesperanzado un viandante.
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