Lucio Albirosa
Antonia Parda,
calcinada por la injusticia.
Dicen las hipótesis
que nació en Salavina, como la chacarera, pero no se supo jamás tal origen. Fue
nieta del látigo esclavizador y la cadena rompiendo cuerpos y humanidades, pero
su nombre perdura en la brisa de las páginas oscuras y silenciadas de la Argentina
escupiendo asco al color de piel -esto si es verdad-.
En el grito antigüo
del granero del mundo buscando libertad, Antonia fue la pólvora en cada lucha
de San Martín, del Chacho Peñaloza y otros tantos, fue la niña de Ayohuma, el
telar con siglos de dolor, la sombra limpiando mansiones, el cuerpo ignorado
lustrando conventos de herejía, higienizando críos cagados de los grandes
feudales y la suciedad mayor de los ricos. Fue la figura resistida de mirada
por los frailes dominicos, quizás los mismos que señalaron su sentencia
después.
El arte curativo de
yanacuna le enseñó a sanar con yuyos todas las enfermedades, la rabia de los
hombres la curaba con té de Ayahuasca mientras la ciencia del hombre blanco,
por entonces, otorgaba pestes recetadas para morir dignamente. Dicen que
exorcisó también los malos espíritus de la creencia cristiana a cambio de nada
o, talvez, a cambio de la caridad déspota de los adinerados.
"Murió un cura
por sífilis en el pueblo", dijeron algunos, y esa clase de revelaciones le
hacen mal a la buena sociedad creyente. Había entonces a quién culpar, pero por
supuesta "brujería". Un batallón de soldados quiso obligar a Antonia
a confesar la muerte del religioso a través de hechizos, amedrentándola con
lanzas y fusiles, pero Antonia jamás había aprendido a mentir. Ese fue su
pecado.
Entonces, con
penurias y desazón, los bombos del folklore argentino, el tangoó de Buenos
Aires, las murgas del lamento y el batuque pum pum pam de la muerte,
acompañaron a Antonia hasta la hoguera, junto a veinte mujeres, incluida su
madre y una de sus hermanas; según aseveran las actas judiciales de Santiago
del Estero, escritas por tinta negra y pluma de ultraje, en mayo de 1725.
Una tarde
cualquiera, hace pocos años, Norma Sayago, entró a un túnel de tiempo del
Centro Cultural del Bicentenario ubicado frente a la Plaza Libertad de Santiago
del Estero y escuchó una voz del más allá que decía:
-
"Infinitamente sola, con este extraño destino, porque soy mujer y porque
el hombre tiene propiedad sobre mí, y presiento que ellos, los hombres,
seguirán matándonos aún en los siglos venideros, porque como yo, como mis
hermanas, formamos ese rebaño, sacado del costado más flaco del hombre de
barro".*
Hoy, a catorce días
del mes de junio de 2017, emerge una fuente gigantesca en el centro del gran
salón donde los visitantes toman fotografías para el recuerdo ignorando
cualquier tipo de crueldad con ceguera impuesta. No puede verse allí en
realidad, otra cosa más que lágrimas escribiendo sobre el espejo de las verdades
lo siguiente: "Antonia Parda, esclava, quemada viva, sin derecho a defensa
en el más absurdo de todos los juicios impuestos por el hombre".
En: "La
venganza del olvido”, Ediciones Huentota, Mendoza, 2019.
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