Pedro Ángel
González Delgado
La Justicia es
imperfecta, y ello a pesar que se tiene la errónea creencia por la población,
en general, que los jueces y magistrados no fallan nunca, y, sin embargo, lo
hacen como cualquier otro profesional del ámbito que sea. De hecho, la parte
dispositiva de sus Sentencias y Autos se llama fallo. Es imperfecta porque los
titulares de los Tribunales son personas y, como tales, no son infalibles. Como
responsables de juzgar las cosas de este mundo terrenal tratan de ser
imparciales (algunos más que otros), pero no dejan de ser seres humanos que
tienen sus fobias y sus filias (en esto también algunos más que otros) y, como
es natural, es harto complicado aislarse de las mismas. De hecho, para poder
corregir posibles desaciertos existen los recursos que, resueltos también por
semejantes, aunque en una posición superior, no están exentos de la posibilidad
del error.
Siendo conscientes
de esos posibles errores, todos los legisladores de los mundos civilizados
crearon el derecho a la presunción de inocencia, hoy en declive, y en España,
como extensión del mismo, el principio de interpretación constitucional
denominado “in dubio pro reo” por el que, en caso de duda, debe fallarse a
favor del acusado, principio que podría entenderse agoniza en nuestros días,
principalmente en algunas materias, y, también en otras, si en ellas están
implicadas personas de relevancia pública, por aquello tan injusto de las
sentencias ejemplarizantes. A pesar de ello, nuestra convivencia cívica nos
obliga a respetar todas y cada una de las resoluciones judiciales, aunque no
compartamos ni una sola línea de los razonamientos que se puedan realizar en
ellas. Y puede que la resolución judicial no convenza porque no se está de
acuerdo con la aplicación de la ley que se hace en ella o porque, incluso
pudiendo llegar a compartirla, dicha aplicación se aleja de esa Justicia
Material que debe inspirar y fundamentar toda Sentencia, ya que no hay nada más
demoledor para nuestra fe en el sistema de orden público que nos hemos impuesto
que una sentencia legal, pero, a su vez, tremendamente injusta. Basta comprobar
la conmoción que en nuestra sociedad causó la condena de un anciano que fue
condenado por defender su casa, o aquél otro igualmente castigado por defender
a una mujer maltratada.
Este era el motivo
principal por el que, a los estudiantes de la licenciatura Derecho, impregnados
de positivismo jurídico a lo largo de toda la carrera, se les obligaba a
estudiar filosofía del Derecho para que pudieran contrarrestarlo con el iusnaturalismo,
es decir, con la búsqueda de la Justicia Material, la Justicia con mayúsculas,
la que todo el mundo, o, al menos, la mayor parte, entiende como justo. Esa
práctica que sí es utilizada por los Tribunales anglosajones y que, por
ejemplo, ha hecho que el Juez del Estado de Rhode Island en Estados Unidos,
Frank Carpio, dé una y otra vez en las redes sociales ejemplos de bondad en la
aplicación del Derecho, ganándose las simpatías de todo el mundo o, como antes
se decía, al menos, de su mayor parte. En nuestro sistema, esto sería
impensable y, además, tampoco parece que haya mucho interés en que sea así. No
se trata del equilibrio entre el positivismo jurídico con el Derecho Natural,
sino del triunfo aplastante de lo primero frente a lo segundo. No importa lo
justo, conviene lo legal. Como decía Platón, la obra maestra de la injusticia
es parecer justo sin serlo.
Solamente con esta
reflexión, realizada a vuela pluma fuera de la escuela donde se forman los
intelectuales de hoy en día, puede llegar a entenderse la Sentencia, no firme,
por la que se condena a Lope Afonso, quien fuera un magnífico alcalde de Puerto
de la Cruz, en el denominado “caso mercadillos”, y por el que se eleva al
ámbito penal la irregularidad administrativa. Con esta interpretación de la
ley, todos condenados y ningún Ayuntamiento libre de pecado. La carrera del
euro sería criminal y sería delincuente el político que la autorizase porque
permitiría que unos jóvenes, con el fin de sacar dinero para una actividad
lucrativa (irse de viaje de fin de curso no es ninguna necesidad imperiosa),
ocupasen la vía pública con una cinta americana para que todo el que paseara
junto a ella pudiera poner en ella una moneda. No cumpliría con el
procedimiento administrativo porque no se garantizaría que cualquier persona
pudiera hacer lo mismo al objeto de garantizar la concurrencia pública, se
evacuasen no se sabe cuántos informes técnicos, probablemente desfavorables ya
que, a buen seguro, ninguna corporación municipal habrá previsto esta situación
en sus ordenanzas municipales (porque parece que lo que no está expresamente
autorizado por una ley está prohibido), y, además, cuando se finalizase dicho
expediente administrativo, ya los estudiantes habrían vuelto y estarían
contando sus aventuras del viaje de fin de curso que con esta actividad
criminal querían financiar.
Con esta
interpretación no se escaparía nadie, sea cual fuere su color político o, eso
debemos creer, así tendría que ser. No parece que hubiera podido sustraerse a
la acción de la Justicia aquél concejal de Urbanismo, Obras y Servicios
Comunitarios (hoy sería de Ciudad Sostenible y Planificación) que, como en la
foto que se acompaña a esta opinión aquí expresada, otorgó un “saluda”, que no
es ni una resolución ni forma parte de ningún expediente, para conceder una
autorización de un año de duración para ejercer la actividad de pintura
(suponemos que no de exposición sino comercial) en la vía pública, y no de
únicamente días sueltos como actividad dinamizadora de la ciudad como sucedió
con el antes referido “caso mercadillos”. Ni lo de entonces, ni lo de ahora,
parece que debiera haber llegado nunca a un juzgado de lo Penal, pues ni
siquiera mereció la atención de ningún juzgado contencioso - administrativo. A
pesar de ello, Lope Afonso nos ha vuelto a dar una lección, como si de un
seguidor de Mohatma Gandi se tratase. Ante las injusticias y las adversidades
¡calma!.
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