Lorenzo de Ara
Que no va de
echarse a llorar en la plaza del Charco.
Que no va de tener
que subir a los altares a Lope Afonso.
No necesita en
absoluto que lo lleven en volandas por las calles del Puerto de la Cruz cual
nazareno ajusticiado por bárbaros que previamente lo sacaron de una celda no
sin antes haberle hecho pasar por un calvario de atroces golpes y torturas
varias.
Para esas historias
siempre mejor la maquinaria propagandística del Psoe y la totalidad del rojerío
patrio. Que ahora calla, por cierto, y seguro que así dan una lección de
verdaderos demócratas. ¿A qué sí?
Aquí la cosa va de
si merece la pena la extravagante judicialización de la política.
Tampoco va de poner
en tela de juicio el poder judicial, como llevan haciendo los indoctos.
Pero el poder más
importante de toda democracia está sostenido por leyes que interpretan (¿es la
palabra más adecuada?) personas con independencia contrastada.
Es así, ¿verdad?
Lope Afonso, estoy
convencido, no quiere plañideras a su vera.
Detesta el llanto y
las jaculatorias.
El portuense
crucificado acepta que la política es así. Ni más ni menos.
Unos mercadillos
(malditos), pero no la corrupción, no la ruindad o la codicia, no la soberbia
que ensombrece el juicio y lleva al hombrecillo a creerse un ser que está más
allá de togas y votos; no, no han sido esas calamidades.
Unos
insignificantes lugares de venta y un error. Una precipitación o tal vez el
desliz de una o varias personas, pero en todo caso un tropiezo administrativo
que no puso en peligro la solidez de la institución municipal, se ha llevado
por delante la prometedora carrera política del número dos del Partido Popular
en Canarias.
Porque nueves años
se convierten en tumba.
…Y luego recurrir,
quién sabe si para quedar libre de toda culpa.
Pero ya la vida se
ha encargado de grabar en la frente de Lope la marca del apestado.
Por lo tanto su
futuro será posible y exitoso en otros menesteres. La política, sin embargo, le
está vetada.
Por unos
mercadillos.
Que nadie ponga en
tela de juicio que el poder judicial es la piedra angular que hace posible que
una democracia real no acabe convertida en lupanar.
A la espera
quedamos de la sentencia del juicio a los golpistas catalanes. Ya se habla de
buscar fórmulas para allanar el camino hacia los indultos.
Golpe de Estado,
violencia, corrupción, y en España, Oriol y compañía se ganan la simpatía de
los que hoy, ¿por qué?, se extasían con la cabeza (esta vez sí) puesta en
bandeja de un hombre bueno que quiso cambiar desde dentro su partido. ¿Una
excusa?
¡Pero si lo
importante no está en la rapidez en que ha dejado atrás todas y cada una de sus
responsabilidades políticas!
Insisto, a Lope se
la suda (perdona Lope mi lenguaje) que haya criaturas grotescas que en la
oscuridad de la obscena maldad se enrosquen de placer.
Lope, hoy, quiere
estar con la familia. Como si lo viera.
Y ya ha perdonado.
Seguro.
Pero si es que no
perderá un segundo para llenarse de rabia, rencor, odio pestilente; que no.
Lope no es como yo.
Y por eso es más inteligente y mejor persona.
Yo rompería
silencios, destruiría sombras, traspasaría las almas tóxicas de tantos
demonios. Liquidaría a mis rivales (políticamente), pero Lope no quiere dar la
tabarra con tropecientas declaraciones, embelecos y titulares archiconocidos.
“No existe
tentación más irresistible que la del poder”, escribe Juan Manuel de Prada.
Hoy Lope sabe que
el odio mueve montañas, que el fanatismo es ciego, repugnante, y tiene una
fuerza efímera, más ciertamente invencible en el presente.
Lope no necesita
que le lloremos. ¿Queda claro?
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