Iván López Casanova
En estos tiempos convulsos de la vida política y social
ocurre que lo valioso se deteriora y que desaparece la grandeza de la realidad
original. Así, se olvida que la democracia es el sistema que «tiene por motor
al amor», al decir de Henri Bergson.
Cuánta actualidad cobra la reflexión de Javier Gomá: «Está
por ver, en efecto, que, en una época en que se prescinde de la religión como
factor de integración social y en que la crítica a las ideologías ha vaciado a
estas definitivamente de eficacia movilizadora sustituyéndolas por el presente
pluralismo y relativismo axiológico, está por ver, se repite, que en las
actuales circunstancias el respeto al hombre en cuanto hombre y la educada
repugnancia hacia lo indigno y lo incívico, sean suficientes para que los ciudadanos
aprendan a renunciar a la bestialidad y al barbarismo instintivo y a limitar
las pulsiones destructivas y antisociales de una subjetividad consentida».
Lógicamente, el planteamiento de Gomá surge de su propuesta
de ejemplaridad pública como programa de reforma de la vulgaridad, como
propuesta de ideal para las sociedades democráticas que las cohesione y las
motive −y no como queja nostálgica o resignada−. Me parece, por tanto, que es
el momento perfecto para, sin perder un minuto, meditar sobre las cuestiones
esenciales: ¿puede una democracia desarrollarse sin proponer ningún ideal? ¿De
qué se nutre la cohesión entre sus individuos?
En un valioso artículo, escribía el ecuatoriano Carlos
Piana: «Creo en el diálogo. Creo en la capacidad del hombre para entender lo
esencial, para intuir la médula del noúmeno kantiano. Creo que el hombre puede
dejar de guiarse por fanatismos ideológicos y seguir, más bien, esa brújula que
es su propia conciencia. Creo que al hablar se puede llegar a un acuerdo, un ganar-ganar.
Creo en el diálogo, la tolerancia; no creo en la indiferencia, que cada uno
piense lo que quiera sin interesarle el bien del otro. Creo en la verdad, creo
en la posibilidad de conocer la verdad. No creo en la mayoría abstracta, creo
en la mayoría interesada y pensante. Creo en las buenas intenciones, creo en la
buena política (aunque no la haya visto)».
La civilización occidental se apoya en haber comprendido
que somos seres en relación y que, por ello, hemos de aprender a buscar la
verdad junto con los demás, escuchándoles, para construir la sociedad común,
sin resentimiento hacia el pasado; con mirada crítica, pero aprendiendo de las
generaciones que vivieron antes que nosotros; construyendo algunos límites que
canalizan la libertad de todos, para que la sociedad no sea una jungla en la
que los fuertes abusan de los débiles; y educando a las generaciones jóvenes
sin desencanto.
Sigue Piana con su preciosa letanía: «Creo en el amor. Creo
en el amor para siempre. Creo en el amor que se inicia en lo finito y se
extiende en lo infinito. Creo en el enamoramiento que perfora la bóveda de las
nubes y revela la eternidad. Creo en la cortesía, las maneras, la paciencia,
los tiempos (…).Creo en los amigos. Creo en el hombre».
Y pienso que es buen tiempo para confiar en el ser humano.
Pero coincido con Chesterton, quien recelaba de aquellos que poseían «una
combinación entre la plenitud lógica y la contracción espiritual»: ¿no será el
momento óptimo −necesario− para el despliegue personal de lo espiritual?
Octavio Paz, escribió un poema que tituló “Carta de
creencia”. Termina así: «Tal vez amar es aprender / a caminar por este mundo. /
Aprender a quedarnos quietos / como el tilo y la encina de la fábula. /
Aprender a mirar. / Tu mirada es
sembradora. / Plantó un árbol. / Yo hablo
/ porque tú meces los follajes».
Más contemplación, más donación personal, más lectura
−Unamuno, Ortega y Gasset, Julián Marías, María Zambrano…−. Sin esto, ¿cómo
superar la falta de creencias personales básicas para reconstruir el diálogo
fraterno y democrático?
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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