Salvador García Llanos
Ahí donde le tienen, Julio Martín Cruz (homenajeado, para
su sorpresa, el pasado jueves por los componentes de La Cuesta Becerril en el
centro cívico El Tranvía) es un testigo privilegiado del nacimiento de la
Comunidad Autónoma de Canarias y de la primera experiencia gubernamental.
Ejerció con tanta prudencia como con discreción y firmeza las responsabilidades
que le fueron asignadas en las secretarías de Juan Alberto Martín, primero; y
de Jerónimo Saavedra, después. Se las tomó tan en serio que en la primera
legislatura almorzó a base de bocadillos y perdió unos cuantos enlaces de avión
para poder estar allí donde se le necesitaba.
Era funcionario de administración y había sido futbolista.
Le apasionaban el deporte y la comunicación y por eso se licenció en Ciencias
de la Información. Bromista a su manera (“...dades libres... farmacia de
guardia, dígame...”), siempre con las blancas casitas de su San Andrés como
telón de fondo de una vida que desafió algunos quebrantos de salud. Serio en
sus respectivos cometidos profesionales, se condujo siempre con rectitud,
también cuando emprendió la aventura de trabajar en un ministerio en Madrid.
Allí trabajó con denuedo.
Le disgustaban los reveses del Tenerife y de la Unión
Deportiva. Se interesaba por los resultados del San Andrés, del Arguijón y del
Estrella, los equipos donde dejó sello y los frutos de su matrimonio.
Incursionó en algún medio, probó con una emisora doméstica y aún hoy se
entretiene con la búsqueda, el procesamiento y la sistematización de datos. Sus
bases consignan hasta los detalles más nimios.
Pero no solo de fútbol vivió el hombre, porque la política
reclamó buena parte de sus afanes. De espíritu crítico, casi indomable,
recorrió Canarias de isla en isla; hizo seguimiento de innumerables resúmenes
de prensa; escuchaba la radio para dormirse y no perder una discusión al día
siguiente; asistió a congresos y asambleas de la organización socialista;
facilitó contactos y gestiones con compañeros; encajó deportivamente -y hasta
con sorna- los sinsabores políticos y procuró siempre un papel de defensa de
las conductas o decisiones de sus jefes.
Una persona así solo podía corresponderse con un alto
sentido de la amistad, que compartimos en las islas y en esa aventura madrileña
cuando, en la vorágine de los noventa, aguardábamos la primera edición de los
periódicos para luego no conciliar el sueño, a sabiendas de que al día
siguiente había que resistir, verbo que se conjugaba de mutuo acuerdo.
Ese, a grandes rasgos, era -y es- Julio quien cumpliría a la
perfección el pensamiento del escritor y fiósofo estadounidense, Ralph W.
Emerson: “La única manera de poseer un amigo es serlo”.
En tiempos que la amistad, la verdadera, es un bien escaso,
uno se precia de contar con la de Julio Martín Cruz. Sobran razones.
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