Evaristo Fuentes Melián
Ahora que estamos en invierno y ya llegaron el Niño
Jesús, Papa Noel, los Reyes Magos, todos
en cierta manera en confuso tropel precipitadamente mesturado, bueno es
llevarme por el consejo de un amigo coetáneo (¿qué caramba es eso de coetáneo?)
que me impele a que escriba—por contraste—sobre la sinfonía del agua de las
acequias durante aquellos veranos vacacionales de nuestra infancia en el Valle
de La Orotava.
Has dado en el clavo, querido amigo, en eso estaba yo
pensando. Las aguas de las atarjeas del Valle (la que llamábamos atarjea de
Barbuzano, por ejemplo) corrían a través de las huertas; si no recuerdo mal,
Juan Cruz, en las afueras del Puerto,
también lo vivió y lo narra en uno de sus trabajos. Es el ruido, quizá
encantador, quizá sedante, del agua de la dula corriendo entre el millo y la
platanera en los días calurosos. Es un sonido armónico inolvidable para quienes
nacimos y vivimos la infancia correteando en el límite de lo urbano con lo
rural.
La dula de agua llegaba a las huertas de los alrededores
de mi vivienda a cualquier hora, y a veces a las tres de la madrugada oíamos el ruido del líquido
elemento desde nuestros camastros. Primero, abriéndose paso por el canal
principal de la comunidad y luego, entre la tierra reseca de los surcos hechos
a partir del surco madre con la azada o con un par de animales en el
arado.
Yo recuerdo, por otro lado, en aquellos tres días en cama,
faltando a clase por la gripe infantil de cada invierno, que mi ventana daba
para la plaza de San Juan, Villa Arriba, y el ruido del jolgorio de los chicos
gritando y jugando a la pelota (probablemente de trapo o de grueso papel de
bolsa de cemento perfectamente aliñada con hilo ‘carreto’ ) se me quedó grabado
para siempre en mi mente. ¡Qué maravilla! Ese ruido, a cierta distancia
uniforme y armónico, era como una nana que me dormía.
Espectador
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