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sábado, 9 de enero de 2016

RUIDOS ARMONIOSOS


Evaristo Fuentes Melián  

Ahora que estamos en invierno y ya llegaron el Niño Jesús, Papa Noel, los Reyes Magos,  todos en cierta manera en confuso tropel precipitadamente mesturado, bueno es llevarme por el consejo de un amigo coetáneo (¿qué caramba es eso de coetáneo?) que me impele a que escriba—por contraste—sobre la sinfonía del agua de las acequias durante aquellos veranos vacacionales de nuestra infancia en el Valle de La Orotava.

Has dado en el clavo, querido amigo, en eso estaba yo pensando. Las aguas de las atarjeas del Valle (la que llamábamos atarjea de Barbuzano, por ejemplo) corrían a través de las huertas; si no recuerdo mal, Juan Cruz,  en las afueras del Puerto, también lo vivió y lo narra en uno de sus trabajos. Es el ruido, quizá encantador, quizá sedante, del agua de la dula corriendo entre el millo y la platanera en los días calurosos. Es un sonido armónico inolvidable para quienes nacimos y vivimos la infancia correteando en el límite de lo urbano con lo rural.

La dula de agua llegaba a las huertas de los alrededores de mi vivienda a cualquier hora, y a veces a las tres de la  madrugada oíamos el ruido del líquido elemento desde nuestros camastros. Primero, abriéndose paso por el canal principal de la comunidad y luego, entre la tierra reseca de los surcos hechos a partir del surco madre con la azada o con un par de animales en el arado. 

Yo recuerdo, por otro lado, en aquellos tres días en cama, faltando a clase por la gripe infantil de cada invierno, que mi ventana daba para la plaza de San Juan, Villa Arriba, y el ruido del jolgorio de los chicos gritando y jugando a la pelota (probablemente de trapo o de grueso papel de bolsa de cemento perfectamente aliñada con hilo ‘carreto’ ) se me quedó grabado para siempre en mi mente. ¡Qué maravilla! Ese ruido, a cierta distancia uniforme y armónico, era como una nana que me dormía.


Espectador

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