Víctor Yanes
Antes existía Dios. Hace décadas, antes de la
transformación social que ha significado una grandísima ruptura con lo
antiguamente establecido. Digamos que antes de la década de los 60, antes de la
contracultura e incluso cuando la contracultura realizaba, con una dignidad
conmovedora, su nueva propuesta de mundo y los pilares básicos del viejo orden,
Dios y la familia, contratacaban con una dura presión, intentando acabar con la
gran revolución de los apetitos de la libertad más elemental. Digamos que antes
de todo eso, Dios era el referente cultural y esotérico. Dios era omnipresente.
Organizaba la iglesia, gran valedora del redentor sobre la tierra, las
conciencias de las personas.
Antes nacías, con suerte sobrevivías los primeros años y
continuabas el camino. Luego trabajabas, te casabas, tenías descendencia y
morías. Los grandes dogmas que durante siglos, de una forma general dominaron
el comportamiento humano, se vinieron, hace tiempo ya, abajo.
¿Qué ha quedado?
una gran mayoría que dice creer en Dios y en las vírgenes y en los santos pero
creyendo desde el más puro y asombroso esoterismo.
La creación del mundo y de la vida sobre la tierra, no
atiende a manos mágicas de magos hacedores del milagro, aunque naturalmente,
cualquier tipo fe es respetable, más que otra nada porque es capaz de “mover
montañas”, enternecer corazones tanto como alimentar y promover el veneno del
odio.
Vivimos la época del miedo con mayúsculas. Como en otros
momentos de la historia de la humanidad, el miedo sigue revelando la parte más
oscura del ser humano. Hoy hemos cambiado, en gran medida, la fe en Dios por
creencias de todo tipo que poseen un más que dudoso fundamento, y que no nos
sirven para entender la realidad global de una manera fiable, incurriendo en un
error de base: frivolizar el conocimiento profundo y completo de la complejidad
humana, tanto desde su vertiente psíquica como de su vertiente física (véase
funcionamiento orgánico del cuerpo humano).
La falsa espiritualidad podemos incluirla dentro de ese
batiburrillo, en el cual nos encontramos con el reiki, la kinesiología, las
flores de bach, la numerología, la lectura de cartas, las piedras preciosas… un
compendio de “disciplinas” que, por supuesto, están ahí para crear una
clientela, libre de ponerse en manos de quien crea oportuno. Pero elevar todo
esto al nivel de una posible sanación de determinas patologías y a un concepto
de espiritualidad no religiosa (la espiritualidad es otra cosa muy distinta),
me parece un completo error. La espiritualidad hoy en día, de hecho, no existe,
existe una ridiculización total de cualquier valor espiritual (no me refiero
necesariamente a las religiones).
La racionalidad científica no debe hacernos perder el
sentido de nuestra vida, entendiendo que existen situaciones humanas que se nos
escapan de la comprensión lógica, y eso también puede ser un positivo
aprendizaje, no debiendo temer a lo que no entendemos, porque existen otras
potencias, que existen porque pertenecen a un maravilloso y esplendido sentido
del impulso del corazón. Dicho lo cual, no es agradable ser testigo de un
comportamiento, cada vez más extendido e injustificado de rechazo a lo
científico, a lo objetivamente observable y contrastado.
Vivimos en una crisis de valores, y en esa crisis
proliferan los gurús, los falsos expertos en medicina, los brujos y a ellos les
siguen miles de personas que rechazan el conocimiento, porque solamente tienen
fe, solamente quieren creer, solamente quieren tener fe. Lo que ocurre es que
este ánimo de querer creer en otra realidad, respetable, pero bajo mi opinión,
absolutamente fantasiosa, les empujará a la nada, a un vacío complicado de
gestionar.
Me entristece, que se esté creando una polaridad muy
peligrosa entre la postura que defiende el método científico, entre otras cosas
porque es lo único que a día de hoy tenemos, y el rechazo visceral a todo lo
que se relacione con la investigación científica, basándose en que siempre
tiene que haber un motivo oculto, oscuro, imposible de descifrar detrás de
cualquier realidad que nos inquieta. La protesta sistemática contra cualquier
avance médico, por ejemplo las vacunas o ciertos tratamientos es una postura
tan absurda como acrítica. Todos aquellos que por sistema van en contra del
método científico, alentados por un cuestionamiento escaso en fundamentos y
haciendo un siniestro pastiche, en el que mezclan médicos con farmacéuticas y
otras conspiraciones varias, es simplemente un intento de encontrar una razón
revelada como nueva, que oriente sus vidas ante el miedo a la enfermedad y a la
muerte.
Creo que a ambas posturas antagónicas les sobra un exceso
de soberbia y que en tanto las personas, para la curación de sus patologías,
creen en las dietas milagro o peor aún, en la capacidad potencial de
determinados alimentos para erradicar, por ejemplo, algunos tipos de cáncer,
estaremos sosteniendo el beneficio económico de unos pocos iluminados.
El debate no debe centrarse, por lo tanto, en el derecho
de cada uno a ejercer su libertad individual como mejor crea, sino más bien a
preguntarnos qué ha fracasado en la mal llamada medicina tradicional, a qué se
debe la antipatía y el rechazo de miles de personas, que abandonan la
posibilidad de beneficiarse de los adelantos en tratamientos para determinadas
enfermedades como el cáncer, no desechando otras ayudas terapéuticas
complementarias, que considero también de interés para la mejora del estado de
salud del paciente.
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