Rosario Valcárcel Quintana
Tres, / sólo
tres personas/ habitan/ la oscuridad/ a este lado de la ventana; / tú, yo (y
nosotros), Luis Antonio González Pérez.
Era la
primera vez que visitaba Nueva York.
Sabía que
mi amiga no conocía la lengua inglesa y a mí hablarla siempre se me dio
regular, uno de los objetivos del viaje era practicar. Observé a los viajeros,
una pareja de mi misma fila estaba abrazada, el movimiento del tren balanceaba
sus caderas. Él la agarraba de la falda hasta dejar al descubierto los muslos.
Silenciosos, jugaban con el ritmo del traqueteo. Fijé la vista en otro
pasajero, sólo por ver si coincidían nuestras miradas, pero él no movió un solo
músculo de su cuerpo. Parecía ver algo interesante que por supuesto no era yo.
Escuchaba diálogos en muchos idiomas y comprendí el significado de la soledad
en compañía. Menos mal que siempre hay puertorriqueños, cubanos, colombianos o
algún ángel de la guarda dispuesta a echarte una mano.
Al llegar
a la Quinta Avenida la vi repleta de comercios, almacenes y grandes edificios.
Mi asombro no tenía límites. Lo divertido fue cuando traté de preguntar dónde
vivían los neoyorquinos pues sólo había turistas caminando sin sosiego de un
lugar a otro, caras que –como decía mi padre- me parece haberlas visto en
alguna parte. Estaba equivocada, por supuesto.
-Se han ido hacia las zonas residenciales. Aquí sólo hay oficinas
y tiendas, cines, teatros y espectáculos al aire libre.
-Todo lo que necesitas para divertirte –añadió Laura, que
casi por señas intervenía también en la conversación.
Nos tocó una habitación en la planta 36. Nunca me han gustado
las alturas, todo me daba vueltas. Laura insistía en que lo mío era un problema
auditivo, no de altura. De todas formas sentí fatiga y náuseas pero traté de
adaptarme. Sin embargo repetía una y otra vez:
-Tengo ganas de vomitar.
Al final me consolé. Al menos no llegaba hasta allí el
estrépito de la calle. Voces que se pisan unas a otras, que no callan, música
que se desarrolla entre combates de sirenas y carreras, cantantes, mendigos,
ruidos de café y tiendas.
Pensé en las primeras viviendas de Manhattan, fabricadas con
juncos y bambúes, hojas, troncos y ramas. El largo camino hasta llegar a la
piedra, al hormigón, al rascacielos. Intenté asomarme a la calle desde aquella
altura, ver el juego de luces de la ciudad. Y entonces no sé lo que ocurrió
pero yo creía estar presenciando el interior de un hormiguero. Era el mes de
septiembre, en los pasillos del hotel había toda clase de actividades y
máquinas para hacer hielo. Así remediaban el calor. Me quedé con la boca
abierta. Llamé a Laura y ambas estuvimos allí asomadas como si contempláramos
el movimiento de las estrellas durante mucho rato.
La primera vez que entramos en la habitación 3612 coincidimos
con tres jóvenes que también entraban en la que estaba justo al lado, la 3614.
Curiosamente los norteamericanos evitan el número 13 siempre que pueden. Así
que la mayor parte de los rascacielos incluidos el Empire, pasan del piso 12 al
14.
-Good morning
–dije, tratando de que mi acento pareciera inglés.
Laura, tímida, bajó la cabeza, con aire de gato al que le
cortan el rabo.
Me contestaron y hasta me sonrieron.
Uno de ellos era una japonesa. Su pelo era tan negro que
parecía teñido con tinte de aceituna, y tenía un tipo ideal para bailar danzas
exóticas. La acompañaba un chico rubio y desgarbado que sugería ternura,
romanticismo, todo conjuntado con una bonita barba, y un tercero de pelo
moreno, muy guapo, con un cuerpo atlético y unas gafas tipo antifaz. El
pantalón ajustado le quedaba a las mil maravillas. Era muy atractivo. Los tres
eran jóvenes. Laura se quedó prendada del moreno. Nos saludamos brevemente, y
nos despreocupamos.
No
conseguí olvidarme tan fácilmente, pues un rato más tarde empezamos a escuchar
unos sugerentes murmullos; no se trataba del sonido característico del agua de
la ducha, más bien parecía un chapoteo. Escuché la voz de la chica entre la de
los dos compañeros. Me excité mucho pensando que igual se habían metido en la
bañera y se lavaban unos a otros sus cuerpos desnudos. Era un pensamiento
diabólico, pero me gustaba. Acaricié mis muslos, mientras las manos de mi amiga
me arropaban. Las dos estábamos tendidas. Percibí el calor de Laura, me besó el
cuello rozándome apenas con sus labios. Me sentí a gusto con su cálido
contacto. Quise pensar que aquel gesto fue un regreso a la cama de mi madre
cuando yo era muy pequeña.
Nos
provocó saber que nuestros vecinos se lo estaban pasando bien.
-El
corazón humano es insensato y caprichoso –dijo Laura, quizá para justificarse.
No le contesté.
Enganchaba
un recuerdo con otro y de pronto me vino a la memoria la película El imperio de los sentidos.
-Que
nuestro placer no tenga final.
Eso decía
la protagonista, precisamente una joven japonesa que vivía una historia de
pasión, donde lo único importante era la posesión sexual.
De pronto
Laura se levantó y dijo:
-Hemos venido a otra cosa.
Sólo llevábamos unas
horas en Nueva York. Estaba encandilada y escandalizada. Por influencia de mi
madre, aún tenía un concepto medieval sobre la mujer.
Bajamos al
Central Park, aquel 21 de septiembre el Dalai Lama ofrecía una charla sobre la
paz. Me sentí intimidada por la cantidad de personas que lo escuchaban. Lo
presentó Richard Gere, el actor de Oficial
y Caballero. Lo miré y me sentí poseída, rememoré escenas atrevidas. Me
fascinaba aquel hombre, ya no veía a nadie más. Dicen que el líder tibetano
habló de la diferencia entre el cuerpo y la mente; yo no lo entendía bien.
Exhortaba a que realicemos actos de bondad y de amor.
Estuve
todo el día perturbada por la imagen del actor, emocionada por la voz del
Dalai, pero lo que más me impresionó fue el bullicio que de nuevo originaban
nuestros vecinos cuando Laura y yo volvimos a descansar.
Observaba
el tabique que nos separaba, los sentía revolotear como pajarillos. Mis ojos
cruzaron las paredes. Eran tres jóvenes abrazados en una misma cama, una de
esas enormes camas que ponen en los hoteles norteamericanos. Flotaban, casi no
se tocaban, el amor fluía entre los tres. Se mecían suavemente. La luz era
tenue y se oía una música de concierto, un espectáculo impresionante. La chica
oriental, seducida por los dos hombres, tenía una expresión de satisfacción, de
poder. Les regalaba su feminidad. Danzaba entre la humedad de los sexos.
Aturdida, relajé mis músculos. Noté la tibia exudación. Respiré profundamente
para inhalar el cálido olor. Iba a volverme loca. La ansiedad me llevó a
imaginar cosas. Había compartido con Laura secretos de adolescentes: las
pinturas, los amigos y hasta la lencería íntima. Pero aquel momento lo quise
para mí.
Al año
siguiente visitamos de nuevo la ciudad. Llegamos al amanecer y vimos bajarse de
un taxi a una de las mujeres más elegantes de Hollywood. Vestía un traje de
noche negro y gafas oscuras, se acercaba al escaparate de Tiffany’s.
Empecé a observar
a la señora, que se bebía un café en un vaso de plástico y se comía un bollo.
No dejaba de contemplarla, la observaba. Me costaba imaginar que era la
protagonista de Desayuno con diamantes,
que se trataba de esa estrella mitológica. A la carrera me acerqué, la cara no
era igual ni tenía el mismo molde.
Había
procurado que nos diesen el mismo hotel, pero sin suerte: nuestros vecinos no
fueron los mismos.
FELIZ 2016
Y MIS MEJORES DESEOS DE SALUD, PAZ Y CREATIVIDAD
Relato
entresacado de mi libro: “Del amor y las pasiones”
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