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sábado, 2 de enero de 2016

GLOSA DE UN CAFETÍN INOLVIDABLE


Salvador García Llanos

En el cafetín -a saber quién lo bautizó de esa manera, acaso su mismo propietario que empleaba el término con frecuencia- cabíamos todos. Lo que se dice de toda condición social. Era el popularísimo bar El Rolón, con don Manuel González al frente, allí entre el cinema Olympia y la carpintería municipal, en los bajos de la antigua casa de Falange. Días pasados, falleció su hijo Manolín, que heredó la laboriosidad y trabajó con denuedo hasta que hubo que mudarse. Sus hermanos Eugenio y Ruperto también se desenvolvieron, en distintas épocas, en aquel singular ambiente acogedor de la idiosincrasia portuense.

Evocamos a don Manuel fregando la loza, despachando cajetillas de cigarros y ajustando facturas con algún proveedor. Se asomaba puntual al paso de alguna buena moza y reprochaba a los escolares que hablaran en voz alta cuando jugaban al futbolín. Con el curso de los años, éste desapareció o fue sustituido por unas mesas en las que desayunar o merendar. Había una ventana con dos asientos desde donde se controlaba el acceso a las guaguas urbanas que estacionaban justo enfrente o donde guarecerse de la lluvia o del viento que de vez en cuando caracterizaban el paisaje próximo a la plaza. Pegado al mostrador estaba el expositor de la dulcería, especialidad de la casa, con sus pachangas y sus lanchas. Cuentan que hubo una vez un duelo de 'dulceros' entre dos clientes habituales, a ver quién comía más, pagando el que menos lo hiciera. Hasta que agotaron las existencias.

Cuando don Manuel ya cuidaba de su nieta Conchita, su hijo Manolín se hizo con los mandos del cafetín. Sabedor de que los chicos accedían por una puerta lateral, abierta ocasionalmente para tareas domésticas, y de que con cierta destreza hurtaban piezas de la surtida pastelería, siempre tan bien colocada, adoptó dos medidas: cerrar la citada puerta e instalar un espejo retrovisor junto al fregadero con el que visualizaba y controlaba a quienes afanaban o falsificaban el número de consumidos.

El siempre recordado Juan Roberto Ríos formulaba sistemáticamente una pregunta cada vez que se cruzaba con Manolín, dentro o fuera del establecimiento:

        -Una cosa que se hace con leche y pasas, ¿qué es?

La pregunta se hizo célebre. Y dependiendo del humor de Manolín, para no citar explícitamente el apodo, la respuesta era:

        -Frangollo.

Otra anécdota, registrada en los últimos tiempos del cafetín, consistió en una fotografía publicada en una revista alemana que Manolín González colgó de una estantería, visible a todos los consumidores. En ella podía verse a un personaje de extraordinario parecido físico -la vestimenta lo acentuaba- a Ramón Torres, un popular personaje de la localidad que dio nombre a un pequeño campo de fútbol habilitado en la zona de la marea y que cobró fama, entre otras cosas, por sus pesquerías de pulpos, cangregos y morenas en los bajíos de Martiánez y por sus inefables interpretaciones con una armónica a la que, cariñosamente, llamaba 'el machete'. Picado por la curiosidad -fueron muchos quienes le dijeron que había una foto suya en El Rolón-, se acercaba por las tardes para comprobarlo y fruncía el ceño cuando le explicaban que le habían hecho la foto sin darse cuenta y la ambientaron en un muelle o decorado de otras latitudes. En cierta ocasión, debía estar bastante harto de tanta broma que, queriendo cortar de raíz el caudal de dudas, exclamó:

        -¡Cómo voy a ser yo ese! ¿Cuándo me han visto ustedes vestido con ese impermeable? ¡Que no soy yo, a ver si se enteran!

El cafetín solía estar lleno desde temprano. La proximidad del estacionamiento de guaguas facilitaba el paso de muchos clientes. Pero cuando de verdad se llenaba era en la tarde-noche, especialmente antes de o en los descansos de las proyecciones cinematográficas. A veces se producían debates -ya hemos escrito que los portuenses presumían de entender mucho de cine- sobre la calidad de la película exhibida. No cerraban hasta que terminaba la sesión de las diez o salía la guagua de las doce de la noche. Miles de cafés, de cortados, de medios bocadillos (¿con o sin mantequilla?, preguntaban desde el interior de la barra, de carajillos, de cervezas... y de dulces. El trasiego diario de aquel cafetín que, años después, algo más reducido, fue trasladado, con el mismo sobrenombre, a una calle cercana.

Pero ya nada era igual.

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