José Sebastián
Silvenet
Donde quiera que estés, has de saber que cada día que sigue al día que pasa es como
una celda en la cual vivo cautivo, pidiendo fuerzas al destino, con el único
horizonte de no vivir tan sólo aferrado a tu recuerdo; porque asumirlo sería como asumir que el
tiempo se detuvo en la angustia de la espera y que, perdida ya mi fe, mi
devoción no tiene otro sentido que
idolatrar tu imagen y tu nombre, en un
culto blasfemo.
Donde quiera que estés, has de saber que en la penumbra
eterna de mis noches frías me engaño en la utopía de verte frente a mí como Rea
Silvia, vestida de esperanza, y trato de cambiar el espectro incansable de la
muerte por esa imagen tuya, para poder ganar, quizás, un soplo más de vida,
antes de que la luz que esparce el sol de la mañana me lleve, sin remedio, de
nuevo a mi calvario.
Donde quiera que estés, has de saber que no te olvido;
que no hay brisa ni río que no porten la queja que mana de mis versos
entretejidos en la lluvia y el viento, y que mi voz, rota por la aflicción de
no tenerte, navegará a través del eco por valles, nubes, cerros y colinas, en
la esperanza de que me traiga, aunque sea un suspiro tuyo, en mi postrer y aciaga madrugada.
Donde quiera que estés, has de saber qué vida no me queda
ya; que pocos días bastaron para
probar el veneno dulce de tu boca, haciéndote dueña de mis sentidos y que si no
remedias tú la congoja que me mata, muerto me encontrarán junto a los
pergaminos que, impotente, plagié, describiendo con mi sangre tu voz, tus
senos, tu mirada… y el cálido refugio de
tu sexo que, sin remedio, me hechizó… abocándome al delirio.
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